A veces, me pongo a pensar en las cosas que más me echo en falta y, casi siempre, acabo en el mismo sitio: mi incapacidad para escuchar y les prometo que no llego a explicármelo, porque creo saber de forma significativa su importancia, porque me lo he verbalizado mil veces -ahora por escrito-; porque soy consciente de que los momentos más intensos de mi vida han sido aquellos en los que me he descubierto escuchando, algo o a alguien.
A mi pareja, cuando desprovisto el pensamiento de todo, he sido capaz de sentir, sí sentir, sus palabras saboreando toda su capacidad semántica, siendo consciente de que me envolvía con su epidermis. Las palabras, cuando son escuchadas, se revisten de otro timbre, de otra musicalidad, no se quedan en la superficie vagando por el aire, quizás porque el canal deja de ser físico y se convierte en químico. Un estado, un proceso que debe ser lo más cercano a la empatía, a la comunicación plena, al amor. La escucha, para serlo, exige reciprocidad, un ida y vuelta sin límite.
La palabra, entonces, con todos sus ropajes comunicativos, me posee con la energía que transporta y se posa sobre el gesto, sobre la mirada o sobre el calor de la piel, rezumando vida.
Pronto recuperaré mis paseos acompañando al río, abrigado con la sombra de los chopos y las higueras, jalonado de cañaverales y buscaré denodadamente, sediento, escuchar su voz que ahora intuyo triste, casi un lamento, porque el ser humano, desde hace ya mucho tiempo, ha dejado de escuchar su voz milenaria, su canto viejo y eternamente joven. Sordera infame, alimentada de ruidos estridentes como la peor de las radiales, turbadores, industriales. Me da tanto miedo el sólo hecho de imaginar que un día perderé sus silencios armónicos, su pentagrama inacabable salpicado de gorriones y vencejos.
Pronto, en ese silencio líquido de sutiles armonías, abriré las páginas de un libro para escuchar su voz, porque la lectura es escucha, cuando nos apropiamos, cuando hacemos nuestra la voz, las voces del texto, de la palabra escrita, presa que, sin embargo, nos libera, nos pone alas.
Qué tal si se sientan conmigo a escuchar, a hacer suyas estas palabras sin dueño, tal vez, durante unos minutos, estemos matando aquello que nos mata. Escuchen, no dejen de hacerlo nunca, es lo que nos queda para seguir siendo, para seguir existiendo.
Juan Jurado.
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