Estuve muerta un minuto.

El golpe seco me dejó tumbada en el suelo, con la cabeza hundida en el borde de la acera. Oí que alguien chillaba y olí el miedo en los niños que jugaban conmigo aquel mediodía de viernes. Yo tenía pocos años y lo supe. Estaba allí, tendida como una muñeca que alguien hubiera lanzado desde lo alto, al fondo de la muerte. No me dolía nada y la mente se llenó de una nieve densa, como la de esas bolas de cristal que no te dejan ver el castillo del cuento, en su interior. Me he muerto ya, pensé vagamente, y no me salía llorar ni decirlo en voz alta para que alguien viniera a consolarme y me diera la mano, como en las películas. El conductor del Simca frenó en seco y gritaba en alguna parte, muy lejos, con su viernes roto por la mitad por la niña muerta de la calzada. Pensarían en mí en pasado muy pronto, darían la noticia en mi clase, una cama vacía, un nombre sin dueña que pronunciaría mi madre algunas veces para recordar que fui verdad. Me levanté, sabiendo que en realidad ya no vivía, que era mi sombra, un fantasma, quien surgía del cuerpo inmóvil y se ponía a buscar el zapato que había salido disparado con el golpe, para que nadie se diera cuenta, para fingir que la muerte era algo tan fácil de solucionar como una línea torcida en tu cuaderno: encuentra el zapato marrón con la hebilla dorada, el del pie izquierdo, póntelo enseguida. Levántate y anda.
Estuve muerta un minuto y se me hizo un poco largo.
Patricia Esteban Erlés.
(Foto de Diane Arbus)

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