
Quienes nos dedicamos a estudiar el pensamiento político tenemos una tendencia especialmente nefasta a establecer santorales en nuestra disciplina. El legado idolátrico de, primero, la cultura grecorromana y, más tarde y hasta ahora, la presencia cultural constante de ese judaísmo helenizado llamado cristianismo hacen muy complicada la reflexión política sin panteones de grandes pensadores. Debo reconocer que, aunque sea muy consciente del error de esta actitud piadosa, también tengo algunos “santos” a los que pido inspiración ante las dificultades enormes de analizar qué está pasando con la democracia, un ideal político encarnado cada vez más pobremente en un entramado institucional decadente. De entre mis “santitos” más contemporáneos, busco consejo en pensadores como Walter Benjamin, Hannah Arendt https://www.lapajareramagazine.com/hannah-arento Cornelius Castoriadis para intentar comprender las inclinaciones autodestructivas de la política moderna. Sus enseñanzas concuerdan en denunciar una concepción del tiempo como algo homogéneo y vacío, reivindicando, de este modo, la política como un milagro creativo cuya esencia es la sorpresa que hace saltar por los aires los proyectos de los sacerdotes de la ciencia. Entender así la política supone también cortar el nudo moderno que liga falazmente el conocimiento y el poder, mostrando la vanidad de unos expertos que tratan de ocultar desesperadamente su desnudez ante la incertidumbre.
En este artículo me gustaría rescatar algunas ideas de Castoriadis, un filósofo cuya obra tiene, en mi opinión, una actualidad no suficientemente validada. Este pensador griego exiliado en Francia señaló en sus escritos, una y otra vez, que la tradición occidental de discurso filosófico tenía muy poco que decir sobre el contenido de la democracia. De hecho, la teoría política que surge a partir de la República de Platón, que entroniza al filósofo —o bien como rey, o bien como consejero de príncipes—, levanta sus argumentos a partir del fracaso de la experiencia democrática de Atenas. La episteme que anhelan Platón y sus hijos de todos los tiempos busca clausurar la problemática política en una
Pero tengamos en cuenta algo cuya importancia no podemos soslayar: Platón había sido testigo del colapso de un régimen político que había amordazado (y asesinado) a los críticos, como Sócrates, y se había lanzado a una guerra insensata en el Peloponeso, convirtiendo la polis en un cuartel y a los ciudadanos en militantes adictos a la causa. Ante el miedo al desgobierno fuera de control, la receta tradicional de la teoría política siempre ha sido el orden y la estabilidad a partir de un diagnóstico pesimista de las capacidades humanas para el autogobierno. Castoriadis pensaba que el suicidio de la democracia ateniense no invalidaba el ideal de autonomía, es decir, la posibilidad de que una sociedad se autoinstituyera explícitamente y fuese capaz de darse a sí misma las normas que rigiesen su funcionamiento. Al contrario, la Atenas clásica era el ejemplo de que una comunidad podía hacer realidad ese ideal. Sin embargo, el caso ateniense también nos enseñaba descarnadamente la fragilidad de la institucionalización de ese ideal.
En una democracia el pueblo lo puede hacer todo, pero debería saber asimismo que no debe hacerlo todo. Ahora bien, ¿qué es exactamente lo que no debe hacer? Ese es el problema trágico, que no existe una respuesta única a esa cuestión esencial. Y aún peor: cualquier respuesta que se dé no debe pretender que esa solución sirva para cualquier tiempo y lugar, porque las sociedades cambian indefectiblemente y querer parar los cambios es otro delirio
No debería extrañarnos, por tanto, el miedo ancestral que la democracia ha despertado en tantos insignes pensadores políticos. El riesgo de fracaso está siempre presente. Incluso en nuestra época de democracias representativas (“oligarquías liberales”, prefería llamarlas Castoriadis), la mayor parte de los teóricos políticos no piensan seriamente en las condiciones de posibilidad de una democracia efectiva, de ahí su conformismo generalizado y la ausencia clamorosa de una crítica al carácter aristocrático de la representación política. Como
Juan Dorado.
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