GAMBITO DE REY

Se llamaba Olvido Mancini y vivía en un bloque de apartamentos pensados para lo que antes era clase media y ahora solo clase obrera. Pasaba los días de confinamiento frente a los ventanales del salón, leyendo a Paul Auster, a William Faulkner, a John Steinbeck. Tenía la habilidad de los locos o de los escritores para burlar dimensiones, volar de un mundo a otro y absorber realidades disímiles. Ora se perdía en las calles pobladas de Nueva York, ora se extasiaba con los sonidos y fragancias del norte de Misisipi, ora pescaba perlas a pulmón en las aguas azules del golfo de California.
De vez en cuando cerraba el libro y observaba al vecino de enfrente, siempre sentado ante el portátil, fumando junto a un jack russell que le invadía la mesa y meneaba la cola al caer la tarde, impidiéndole ya proseguir el trabajo, cualquiera que fuese. Entonces el joven –no lo era tanto, rondaba los 40-, desaparecía del salón y aparecía en el portal sujetando la correa del perro.
Olvido Mancini corría hasta la ventana del dormitorio, al otro lado del corredor, y lo observaba manipular el móvil, sentado en un banco de piedra, mientras el perro perseguía ratas imaginarias en su limitado mundo de can urbano. Siempre a la misma hora, la misma rutina, los mismos gestos, él en el banco y ella en la ventana, como parte de una liturgia milenaria surgida de olvidadas pandemias bíblicas.
Nunca supo cuándo se enamoró de él, ni por qué razón, ni leyendo qué libro, pero una mañana, mientras el fiscal Stevens desenmascaraba a un criminal en “Gambito de caballo”, Olvido Mancini cerró sorpresivamente el libro y le escribió una carta de amor al hombre que trabajaba en el portátil al otro lado de la ventana.
Fue meticulosa al describir los matices de aquella pasión que la impelía a un gesto tan absurdo, fue precisa y honda en cada palabra, sacrificando el lirismo en pro de la sinceridad, y fue sobre todo discreta como un asesino profesional a la hora de borrar posibles pistas que la delataran.
Luego guardó la carta en un sobre, burló el confinamiento y corrió al banco donde sabía que el hombre volvería a sentarse al atardecer. La dejó a su alcance, entre los setos de boj, y regresó al piso. El corazón le brincaba en el pecho y a punto estuvo de volver y deshacerlo todo, pero respiró hondo, se sobrepuso y volvió al sillón, al libro de Auster, a esperar.
Al atardecer vio al hombre coger la carta, leerla y guardarla en el bolsillo de la camisa. Cuando el perro se cansó de corretear ratas inventadas, el hombre le puso la correa y volvió a casa. Olvido Mancini lo vio desde el ventanal, sumergido en el portátil hasta cerca de la media noche, frente a una taza humeante que a ella se le antojó de infusiones orientales y aromáticas.
Al amanecer volvió a escribirle otra carta de amor. Mucho más larga. En ella le contaba sus miedos infantiles, su infancia en un pueblo costero, sus estudios de Historia y filosofía y su pasión por la literatura. Le habló de sus primeros enamoramientos, platónicos y efímeros, de los sueños inalcanzados y de los espejismos perseguidos y huidizos, de sus lecturas y de sus metas, y al borde del mediodía imprimió el texto, lo guardó en un sobre y volvió a dejarlo entre los setos.
Así estuvo Olvido Mancini durante los días más duros del confinamiento, escribiendo cartas de amor, llevándolas a escondidas a los setos y observando al hombre frente al portátil, escribiendo sin parar, como en éxtasis, hasta bien entrada la madrugada. De los libros a la ventana, de los mundos imaginarios a las cartas de amor, de las preguntas irresolubles a la pasión injustificada.
Una mañana, mientras escribía otra de sus epístolas, vio al hombre salir a la calle con una carpeta llena de folios. Se preguntó si sería escritor. Una hora después lo vio regresar ojeando los folios encuadernados. Le pareció verlo mirar hacia el balcón y se ocultó. Volvió a la mesa y siguió escribiendo. A mediodía, como siempre, subió con precaución al ascensor. Acariciaba la carta que guardaba en el bolso.
En el amplio zaguán forrado de mármol veteado, resaltaban los buzones niquelados. En el suyo había un manojo de folios encuadernados. A Olvido Mancini le dio un vuelco el corazón. ¿Eran los folios encuadernados que el hombre llevaba en la mano? Se sentó en los escalones. Le temblaba el pulso cuando abrió el libro.
“Ignoro cuándo te vi la última vez” –había escrito el autor- “ni en qué tierra ni en qué milenio, ni me preguntes cómo he dado contigo porque también lo ignoro, pero voy a contarte la historia de tu vida, la leyenda real de tus vidas. Voy a describirte los mundos concretos donde nos hemos visto y donde nos hemos amado, los días lejanos donde nos descubrimos y nos ayuntamos, los días felices, los días amargos, los días inverosímiles y lejanos que nos han traído aquí, a reencontrarnos en la soledad de esta pandemia. Llevo esos días escritos en mi alma desde hace miles de años. Cuando leas esto comprenderás por qué me escribes cada día una carta de amor sin saber siquiera mi nombre”.
José Antonio Illanes.
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Escritor de novela, relato,poesía. Ha recibido tantos premios que nos llenaría la página, destacamos los siguientes: Premio de Novela Corta Malela Raenes. ,, Nacional de Cuentos Alzahir ,, Poetas del Mundo ,, Narrativa Ateneo de Sanlúcar. ,, Nacional de Narrativa Breve...

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