Inerte

Como cada miércoles Ulises acude al taller de relato. Sube la escalera y entra en la clase. Todos permanecen callados. Todos piensan en los libros que no leerán. Ulises lleva el relato que ha escrito durante los siete días anteriores.
Tiene doce copias, una por cada alumno y una para él mismo y para el profesor. Cuando llega su turno Ulises reparte los relatos y comienza a leer. Él sabe que el relato que está leyendo es distinto al que escribió, y distinto al que ha repartido a sus compañeros. También es distinto el que tiene el profesor. A su vez, todas las copias son distintas entre si. Pero él sigue leyendo porque nadie se extraña de ello. Todos saben que la impresora y la fotocopiadora han modificado cada una de las copias. Y todos saben por qué lo han hecho. Están resignados. Ulises, aún así, lee. Cree que no puede hacer otra cosa. Ese miércoles, esa tarde, aún cree imposible rebelarse. Todos lo creen. También el profesor.


Escuchan. No pueden tomar apuntes. No se puede escribir en un papel, sólo sobre un teclado. De hecho, desde la Vigesimoprimera Prohibición no existe nada con que escribir que no sea tu propia sangre o tus excrementos. Cuando acaba, el profesor comenta el texto, y todos, incluido Ulises, graban sus comentarios. También la grabadora aporta. Cuando lo escuchen para intentar recordarlo habrá traducido, interpretado los comentarios del profesor, los habrá modificado para integrarlos en el perfil de su propietario. Otro alumno
reparte su relato. Y ocurre exactamente lo mismo. A todos. Una y otra vez.
Cada clase son ciento cuarenta y cuatro relatos. Todos distintos.
Dos horas de taller y todos vuelven a sus compartimentos. Vuelven igual que vinieron. Entre edificios grises, altos, que apuntalan un cielo enfadado, creando abismos rectangulares. Abismos infinitos de paredes acristaladas. Sin luces de neón, sin anuncios comerciales. Espejos que reflejan imágenes enormes de personas deambulando, sonámbulas. Hombres y mujeres que hace años que no tuercen la boca, que no observan, que no tocan a otra persona. Que miran al suelo cada día, desapercibidos por calles mojadas.
Ulises lleva un abrigo oscuro. Todos lo llevan. Un abrigo que vuelve a los hombres idénticos, que elimina la diferencia incluso en lo aparente. Ese es el sentido de todo esto, le dice la voz que le habla mientras camina. Una voz que sólo él oye, que sabe, que intuye distinta a la de los demás. Nada puede eliminar eso, piensa; nada puede aplanar las almas, malearlas, darles una forma preconcebida, volverlas iguales, creadas en serie. No existen autómatas con esencia, con miserias, con ruinas, con ilusiones. No existen aún después
de eliminar todo lo original, lo único e individual, aterrando al pensamiento de soledad y encerrándolo en la imposición de lo colectivo. No es verdad, le grita la voz.

Al llegar a casa se quita el abrigo, la ropa. Se mira al espejo. Algo de luz entra por una pequeña ventana situada encima de la cama, suficiente para que su cuerpo tome forma, dibuje curvas y recodos. Y se reconoce. A esa hora la noche es ya de los objetos. La ciudad se llama Inerte, piensa Ulises con algo de ironía.
Tumbado en la cama recuerda perfectamente el relato que escribió, no el que leyó ni tampoco el que repartió. En su relato paseaba con Penélope por la playa. Describía la arena en sus pies y el mar en sus oídos. Sus manos entrelazadas. Su sonrisa. Nunca antes se habían visto, pero la atmósfera era de reencuentro, como si regresaran por fin de un viaje iniciado mucho tiempo atrás, en el mismo momento de nacer. Nada era oscuro, había luz reflejada en su pelo. Se enamoraba de ella al sacudirle la arena de la ropa. La besaba. Sus labios se abrían y se encajaban en los suyos haciéndoles olvidar. El beso era el relato, lo llenaba todo de sinuosa languidez. El beso y la piel, el beso y su voz. Todo distinto y único. El paseo era interminable, no se vislumbraba un horizonte porque ni en el relato, ni en la clase mientras lo leyó, existían líneas rectas. Quizá era posible amar por encima de perfiles, de rasgos en común, de convenciones. En esa playa si lo era. En esa playa, cerca del final interrumpido, solo había piel y huesos que se detectan, que se necesitan, que gritan en silencio mientras se enroscan, se erizan, sudan. Y luego susurros, complicidades, miradas tiernas, comprensivas, directas, que ya no estaban perdidas en suelos de cemento. El cielo abandona el malva y las nubes se disipan, se mezclan con el verde de sus ojos, mientras el mensaje escrito por sus cuerpos en la arena va desapareciendo con cada ola, para volver a una realidad en la que nada es original, en la que no existe tensión, ni aceptación.

En la que ella y él, y esa playa, y ese cielo sin nubes, y esos restos de arena en su ropa son imposibles. No sabe muy bien por qué pero está seguro de que sus compañeros también están tumbados en la cama. Y cree tener la certeza de que también ellos están pensando en un susurro que rompa, en una mirada que lacere, que hiera de verdad y que impregne. Cree imposible que no se den cuenta de que en la ocultación, la manipulación y el encierro de lo que nos hace humanos está la más inexpugnable de las prisiones. Una cárcel de adaptaciones, de perfiles delgados e hilos interminables. Y quizá porque la seguridad en si mismo le define, sabe, y nadie podrá convencerle de lo contrario, que también ellos, allí encerrados, igual que él, piensan en ese momento en una mujer o en un hombre. O quizá sólo en su piel o en su voz. Tiene que ser así. Ellos también lo intuyen, también lo creen, y cuando estén a punto de dormirse,
también lo sabrán. No puede imaginar que hayan construido otro final para su relato, aunque sus grabadoras intenten convencerlos de que lo que no se adapta vive en el vacío.
El miércoles siguiente Ulises no lleva nada escrito. Inventa cuando le toca leer. El relato vuelve a hablar de aquel hombre y de aquella mujer. Y describe el sol de la mañana iluminando un desayuno de domingo. Reproduce una conversación trivial, y dibuja el olor del café mezclado con el de la tinta de un periódico. Las sábanas revueltas en el dormitorio, aún húmedas, aún con olor de música al azar. Y unas piernas apoyadas en sus rodillas mientras se miran, sabiendo exactamente, sin manipulación posible, sin miedo a equivocarse, a quién pertenecen esos ojos.
Todos lo escuchan. Nadie lo graba. Entienden que sólo han de recordarlo. Ni papel, ni tinta, ni sangre, ni excrementos, hacen falta para eso. Al salir, el relato de Ulises aprovecha las penumbras para extenderse de boca en boca. Sin miedo de prohibiciones.

Felix Gutierrez

Sobre Felix Gutierrez San Román 1 artículo
Abogado. Lector incansable. Escritor en ciernes. Reseñista de Zendalibros.

Sé el primero en comentar

Deja un comentario