La balada del café triste

Me acuerdo de que tenía diecisiete años y buscaba algo que no estaba en ninguna parte. Acababa de cobrar mi sueldo como niñera y pensé que iba a gastarme la irrisoria parte que me dejaban quedarme en lo primero que me apeteciera.
Entré en el Corte Inglés, vi ese libro. Me sacudió por dentro el título. La balada del café triste. Puede que fuera una edición de Seix Barral.
Empecé a leer, de pie, junto a la estantería.
Se describía a una mujer grande y morena, bella de no ser por su estrabismo. Una mujer sola, que miraba el fuego, vestida como un hombre.
No pensé más. Siempre he sabido detectar cuándo un autor, una autora, me estaba hablando a mí. Me rasqué los bolsillos y lo compré.
Deseé, ya entonces, que semejante título se me hubiera ocurrido a mí primero. Que Amelia fuera alguien a quien yo hubiera dado esa vida digna y solitaria que se respiraba en los primeros párrafos.
Luego me ha pasado muchas veces. Envidiar un título, un personaje, una historia. Tener la sensación de que alguien los había hallado antes. Sentir que la literatura es un lugar en el que se propician grandes, inesperados encuentros, certezas súbitas, amores a primera vista. Como ese, entre una chica más pobre que las ratas y una escritora muerta tanto tiempo atrás.
Y parece magia, pero si tienes suerte, si una lista como Carson M. no se te adelanta, de pronto te chocas con un argumento, te caes de bruces sobre el agujero del alma de una criatura de la que no podrás no escribir.
Y qué grande cuando ocurre.
Patricia Esteban Erlés.

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