La Bicicleta

Los cuerpos habían aparecido uno debajo del otro, separados por la bicicleta. Lo primero que pensó Sindo Roca* cuando se lo contaron es que se trataba de una broma de su buen amigo Antonio Sobejana. Nada más lejos de la realidad, Santullano de Piélagos volvía a recibirlo cuatro años y medio después de su primera visita con otro misterio.

  • ¿Estás seguro?- Preguntó Antonio Sobejana al sargento que lo había sustituido al mando del Cuartel de la Guardia Civil de Santullano.
  • Palabra por palabra: “uno  encima del otro con la bicicleta en  medio”.  Es lo que dijo Elías  el  Él fue el que los encontró; bueno, él con los ingenieros de Santander, los que están haciendo el plano para el circuito de los turistas por   la mina. Caerían por un argayo.
  • ¿Qué es un argayo? – se escuchó decir Sindo, sin comprender muy bien por qué había sido esa la primera pregunta que salía de su boca cuando tenía tantas otras pendientes.
  • Un terreno vencido – le contestó Sobejana; ya sabes, las minas, las corrientes subterráneas… –
  • Sí, claro – No hizo falta que Sobejana se explicara más.

Sindo recordó, como si la estuviera oyendo de nuevo, la descripción de aquella comarca cantábrica que el ex -guardia civil le había hecho cuando se conocieron, y que excedía el ámbito del paisaje: “Los prados, el río, la playa, los  montes al fondo: de postal… y todo un mundo bajo tierra: las minas con sus soplaos, las cuevas, los ríos subterráneos, los bufones… Y bien de túneles y recovecos. Aquí excavaron los romanos, los ingleses… Algunas de las minas  cerraron hace nada, y nada pasa hasta que alguno pisa donde no debe.”

Eso debió de sucederles a los muertos de la bicicleta, pensó Sindo tratando de recuperar el hilo de la conversación entre Sobejana y el Sargento de la que aquel recuerdo le había apartado.

 

Tomaban el aperitivo en la terraza de la tasca de la bolera, protegidos del sol de agosto por la generosa sombra de uno de  los plátanos de indias  que rodeaban la plaza de Santullano. Una sombra que para Sindo resultaba milagrosa al recordar los muñones que, tras las podas municipales, tenían por ramas los pobres árboles en invierno.

 

  • Y de esos muertos, ¿Qué se sabe?
  • Sólo que eran dos. El forense es nuevo, y en pleno agosto, no te cuento… Un hombre y una mujer. Turistas, sin duda – añadió el sargento.
  • ¿Por qué sin duda?
  • Por la bicicleta.
  • ¡Claro, la bicicleta!- repitió Sobejana a modo de eco.

Sindo tuvo la impresión de que su amigo no compartía la opinión de su sucesor aunque, para  un canario como él, asociar  turista y  bicicleta resultara de lo más común. Bicicleta, pantalón corto, y hasta sandalias con calcetines, todo en el mismo paquete. Y por lo que había visto, salvo por la afición al ciclismo, de Cantabria se podía decir lo mismo. En eso pensaba cuando apareció Elías el Topo y Sobejana lo invitó a compartir blancos y rabas.

Tuvieron, eso sí, que volver a escuchar en boca del Topo lo que ya sabían por el sargento, lo de la idea de las excursiones para turistas por las minas y después lo de la tramitación de los permisos, y más tarde lo de la llegada de los ingenieros para hacer el trazado de las rutas y preparar un proyecto de adaptación.

  • Total para lo mismo, si siempre hemos llevado y traído gente por ahí  – dijo el Topo tras beberse el primer blanco de un trago.
  • Hombre, exactamente por ahí.
  • ¡Si sabré yo por dónde! Están buenas estas rabas, sí señor.
  • Y entonces, ¿por qué no habíais encontrado a los muertos antes?- Sobejana le hizo una seña al camarero para que repitiera ronda y ración.
  • Porque estaban en el fondo del pozo. Fue el ingeniero más joven el que se empeñó en bajar con una cuerda apoyándose en la pared, hasta que perdió el pie; por el berrido yo pensé que se mataba.

Sindo se quemó los dedos con la segunda ración de rabas, y comprobó con estupor que contra la grasa de poco servían, por satinadas, las pequeñas servilletas de papel  de la tasca. Adoraba aquella receta de calamares fritos que le recordaba a los rejos que servían en las cofradías de pescadores de Canarias. Por lo que contaba el Topo, el ingeniero podría haber muerto, por segunda vez, del susto cuando la linterna de su casco iluminó, frente a su cara, la de una de las calaveras.

  • Debió de ser lo más parecido a esos trenes del terror que hay en las ferias – apuntó Roca mientras hacía un segundo intento con las rabas.
  • El pobre no se había recuperado y ya estaba el forense nuevo queriendo que bajara con él para explicarle cómo había caído y si había tocado algo.
  • ¿Y ninguno de los que transitáis por ahí olió nunca nada? – Insistió Sobejana.
  • ¡Claro! Oler, huele muchas veces, que hay más agujeros que en un queso holandés. Entre los bichos que se caen y los que tira la gente por no enterrarlos… Cinco horas nos tuvo allí el petimetre, y venga a sacar bolsitas, o bolsonas, numeradas. Parecía un estudio geológico en vez de un levantamiento de cadáveres. Y como lo iba grabando en un  aparato pequeño,  pues ya nos enteramos de todo…, bueno, de todo lo que se entendía porque vaya jerga.-El Topo se recreaba en el relato- Y se llevó de todo; no solo los huesos. Arrampló  hasta con los trastos y el barro del fondo; ¡vamos, hasta con el primer gato que cayó en la historia!
  • ¿Y la bicicleta?- Preguntó Sobejana.
  • Ya supongo.
  • Y vieja, de esas de cartero de los de antes – dijo el Topo rozando con la mano la visera de su gorra a modo de despedida.

Una ráfaga de nordeste agitó las hojas de los plátanos y arrastró las arrugadas servilletas de papel fuera de la mesa. A Sindo le pareció que el mar sonaba a lo lejos; pero no, reconsideró, debía de ser el viento entre los árboles.

  • Un duro por tus pensamientos, Canario.

“Mente en blanco”, estuvo a punto de contestar Sindo, pero en una fracción de segundo el improbable sonido del mar se asoció con el recuerdo del agua en las galerías y las cuevas.

  • En cuevas, minas, ríos subterráneos…, bicicletas; en lo que me contaste, ¿te acuerdas?, sobre estos paisajes con doble fondo.
  • Pues ni pintado le viene a la bicicleta y a estos “turistas” que, como ves, y por mucho que hayan aparecido bajo tierra… No son muertos enterrados.

 

                   Yolanda Soler Onís.

Composición fotográfica de portada: Chema Prieto Guerra.

 

*Sindo Roca, protagonista de la novela Malpaís, es un policía canario.  http://www.antoniakerrigan.com/es/novelas/6017/Malpais

 

Sobre Yolanda Soler Onís 1 artículo
Poeta y novelista española, Doctora en Filología Hispánica y posgraduada en Dirección y Gestión de PYMES. Ha trabajado para la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y desde 2005 en el Instituto Cervantes, como directora de las sedes de Mánchester, Varsovia, Marrakech. Dirigirá el Instituto Cervantes de Beirut.

5 comentarios

  1. Canario y cántabro, un buen tándem. Me quedo con ganas de saber quiénes son esos dos «turistas», cómo murieron y por qué acabaron en ese hoyo.
    Me encanta, Yolanda.
    Un abrazo desde la otra punta de España.

Deja un comentario