La casa blanca de Lorca

El padre de Lorca le regaló la casa blanca y verde de verano a su mujer, Vicenta, en los años veinte, cuando Granada era una ciudad que quedaba a dos kilómetros y los agricultores como él compraban tractores alemanes, esas máquinas insospechadas que andaban solas, en la exposición universal de París.
La Huerta de San Vicente tenía luz eléctrica y teléfono. Federico pasó allí los veranos en que sintió que la casa era su fábrica de versos. Yo solo sé que al entrar he visto el mismo suelo de ajedrez rojizo y crema que descubrí al abrir la trampilla del armario de mi habitación. Que las cosas siguen allí, inalterables, tercas, manteniendo el espíritu de una familia que la habitó en los buenos tiempos, antes del asesinato del primogénito y el exilio en Nueva York. Sigue ahí, cubriendo la mesa de la sala, el mantelito encantador, un entramado de caballeros azules que portan antorchas de punto de cruz. Los títulos de madre e hijo, colgados en la pared, uno encima del otro, sobresaliente la maestra Vicenta, aprobadillo raso el joven Federico. Todas las puertas son verdes y en el dormitorio espera el escritorio en el que le dio tiempo de escribir la belleza que nos dejó con la boca abierta, su teatro de mujeres, Adela, la del vestido verde que se enfrenta al luto impuesto como dictadura por su madre, Yerma, la que no dará a luz, la Novia que enloquecerá con el galope tendido del caballo que le late en los pulsos. Tanto y a la vez tan poco, escribió en esa mesa simple, enfrentada al primer cartel de La Barraca. Nos lo quitaron mucho antes de lo que tocaba, no debía haber muerto el soñador de gitanos y teatros de cachiporra para su hermana pequeña en Reyes, el que fue capaz de convertir una sala de familia burguesa en escenario, mientras Manuel de Falla cubría con papel de seda las cuerdas del piano para que sonara a clavecín.
Granada le regaló a esa casa el parque que la precede y abraza, como dándole aire, un pequeño paraíso urbano para el poeta que tuvo que ser muy feliz sus veranos en la Huerta de San Vicente. Me da por pensar y por sentir que no se va del todo alguien que fue tan capaz de vivir como él. Emociona recorrer las estancias que se conservan, subir la escalera, asomarse a la cocina de azulejos color berenjena, perderse en el dibujo misterioso de la vajilla que no volverá a ser utilizada. Todo el verde se merecía él, todo el verde que su ciudad haya podido dar a quien acabó allá abajo, cubierto de tierra y de silencio tan pocos años después que cuesta creer el argumento de esta historia.
Patricia Esteban Erlés.

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