La chica que vive al final del camino

Qué interesante es lo subterráneo de esta novela. Podría pensarse que es una historia de suspense, de elipsis significativas, de personajes que están y no están, del paso de la infancia a la adolescencia, de aquellos que están dispuestos a compartir con nosotros el peor de los secretos. Pero yo diría que «La chica que vive al final del camino», como al menos dos de mis novelas favoritas, «El otro» y «Siempre hemos vivido en el castillo«, nos habla de la soledad del niño o niña que se enfrenta a una pérdida como buenamente puede. De la muerte como maestra de la vida, a veces monstruosa, porque nos lleva a crear fantasmas o a entender, sin más, que los seres humanos salimos un día por la puerta y no regresamos a casa, nos vamos del todo, para siempre. Esta visión de la infancia como estado de indefensión, de vulnerabilidad extrema, es uno de los grandes temas literarios contemporáneos y ha servido para crear inmensas narraciones de lo inquietante. Los niños solos en casa, que disponen del espacio y de las sombras que deja una ausencia, que aprenden a defenderse del dolor y del exterior hostil, del pederasta, que crecen rápido y se transforman en una versión implacable de sí mismos, me fascinan como personajes de terror. No son intrínsecamente malos, aprenden que en la perversidad está el bálsamo de sus heridas, la escalera que les permite escapar, el veneno que podrán utilizar como arma letal contra sus enemigos. Yo me pongo siempre del lado de estos pequeños monstruos, entiendo que cada niñez acaba con la muerte de quienes éramos cuando creíamos que viviríamos siempre, que no había enfermedades, accidentes, que el dolor era solo una palabra que pasaba de largo.
Las partes más logradas de la novela no son necesariamente oscuras. No diré nada del final, portentoso, que nos deja sonriendo con el colmillo retorcido y el meñique levantado al más puro estilo british. Hay silencios, huecos, que vamos rellenando por nuestra cuenta, hay una sospecha que crece, igual que una amistad maravillosa entre la niña inglesa, rara de narices, y su amigo, un mago cojo. Hay una atmósfera hogareña pero a ratos sombría, algo así como si Rynn viviera en un castillo abandonado, en las ruinas de un lugar feliz que guarda cierto parecido con el que fue y no será más. Rynn crece a solas, porque así lo hacemos todos, sin darnos cuenta de que un día u otro dejarán de cuidarnos, nos enfrentaremos al espejo, a las facturas, a quienes quieren hacernos daño sin razón.
Una buena compañía este verano, la chica que vive al final del camino y todo lo que hace pensar en este mundo extraño en el que los niños abren la puerta y encuentran al otro lado al demonio vestido con un traje barato de tweed y sosteniendo una brillante calabaza de Halloween.
Patricia Esteban Erlés

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