Pobreza, desigualdad, injusticia y delito,
nada nuevo bajo el sol.
Miles de cuerpos bajo montones de tierra, donde fermentará el tiempo y se pudrirán con mansedumbre las pasiones y los recuerdos.
Cuerpos bajo los escombros en las cumbres del Atlas,
abandonados por su estado desde siempre,
que pronto pasarán,
como las ensoñaciones
que desaparecen como el viento,
a la infame lista
de las cenizas olvidadas.
Olfateando con habilidad y diligencia,
perros solidarios con un corazón bienaventurado y una ternura
más limpia que la de los sapiens,
buscan muertos y desaparecidos,
entre la pavorosa miseria de los resquicios, grietas y agujeros
de la multitud de poblados derruidos por la voracidad enloquecida de un seísmo nocturno.
Ayer fue en el techo del mundo.
Hoy en la cordillera propiedad del rey
y líder comendador religioso
de los creyentes alauitas.
Su destino es el olvido.
En mi cabeza late el miedo de los incendios de la memoria
y rezo con las piernas huyendo
hacía un lugar sin nombre
que abrasa más que el sol.
Envejeciendo como lo que soy,
un niño del siglo pasado,
escribiendo en la pizarra del aprendizaje
las impresiones de mi memoria;
que con la velocidad de la luz,
me permite viajar de nuevo
por estos inhóspitos parajes del alto Atlas
cuyas casas medievales
hoy están casi tan derruidas
como lo estuvieron cuando las visite.
Enrique Ibáñez Villegas
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