
Al amigo de saber, poco y al revés
Dicho meracho
La guerra civil española y la inmediata y dilatada posguerra trajeron consigo, entre otras calamidades, el sacrificio de muchas jóvenes víctimas de la insania repetida, de las agresiones múltiples, de una justicia arbitraria, de las enfermedades, de la falta de alimentación adecuada y de la crueldad de los encierros carcelarios.
Algunas de ellas -a las cuales bien podríamos denominar “las rosas rojas de Cantabria”– fueron paseadas o directamente las condujeron ante un piquete de ejecución. Otras, como el dramático caso de la joven torrelaveguense Fidelita Díez, https://www.lapajareramagazine.com/fidelita-diez-por-jose-ramon-saiz-viadero conocieron la violación en grupo. La meracha Ana Cano, por su parte, hubo de pasar, entre las agresiones sufridas, por la dureza de un trato carcelario propiciado por las monjas Adoratrices en el convento santanderino donde vivió recluida hasta muy poco antes de producirse su fallecimiento, víctima de una enfermedad adquirida en el transcurso de su encierro.
Durante muchos años (y aún quedan rescoldos), por aquello de que de lo que no se habla no existe ni ha sucedido el silencio se cernió sobre el destino de esta y otras muchas mujeres de su tiempo. Ana Victoria Cano Gómez, nacida en el pueblo de Mirones el 12 de marzo de 1923, contaba apenas 17 años cuando fue detenida en su lugar de origen y, al igual que su madre Mercedes Gómez Gómez, conoció la dureza de la posguerra en una comarca del interior de Cantabria donde la presencia de la guerrilla fue una necesidad de supervivencia como defensa contra el franquismo vencedor en la guerra civil. En una población que no sumaba 300 vecin@s, con algunas mujeres políticamente activas, pero que contaba con un poderoso Partido Comunista, muchos mayor que los socialistas y republicanos
Mercedes Gómez Gómez tenía dos hermanas: Modesta (madre de Lolo, echado al monte) y Remedios, rapada al cero por el jefe de la Falange local y un adlater suyo, y obligada a tomar la purga de aceite de ricino junto a otras cuatro mujeres del lugar, entre las cuales se encontraba Pilar Gómez Gómez, prometida de Lolo.
La historia de su sobrina Ana parece extraída de un cuento horrible, puesto que en pleno combate oficial contra los componentes de la guerrilla (fundamentalmente contra la partida de El Cariñoso y la Brigada Malumbres) su pueblo supo de los controles efectuados por la guardia civil y los falangistas para detectar los pasos de quienes se habían echado al monte: los escondidos, los emboscados o los huidos, según la incipiente jerga de su tiempo.
Lolo, primo de la muchacha, se encontraba entre los emboscados que actuaban en los aledaños del Río Miera, y, como consecuencia, la familia se sentía vigilada por si alguien tomaba contacto con el mismo. Una anécdota aparentemente inofensiva acabó convirtiéndose en el desencadenante de la represión que llevó a la muchacha y a su madre, entre otras personas, a ocupar las celdas de las cárceles conventuales.
El aceite estaba considerado entonces como el oro amarillo, pero lo importante no era su pérdida sino que fruto de la mentira exculpatoria surgió una indagación, con las posibles denuncias incluidas, acerca de cuál era el verdadero destino de este aceite, no fueran a llevársela a los emboscados para contribuir a su sustento.
Como quiera que fueran los interrogatorios, en cuya dureza no vamos a entrar aquí, hija y madre acabaron conducidas a los conventos santanderinos: ella a las Adoratrices, su madre a los Salesianos. Pilar Gómez también se encontraba encarcelada y, en total, eran 24 las mujeres del pueblo de Mirones que se mantuvieron en prisión.
Quitando los primeros 18 detenidos que fueron encerrados en el barrio La Cárcoba, donde está la Casa-Ayuntamiento de Miera, el resto se los llevaron de Mirones a Santander. La Guardia Civil se instaló en la casa de Modesta, porque tod@s sus moradores estaban en la cárcel.
“torturaban a las reclusas: una palmada era sentarse en el refectorio. Otra palmada era levantarse. Ninguna interna tenía el suficiente tiempo para comer. Ana enfermó del pulmón y murió de sufrimiento, vejaciones y hambre. En el convento no podíamos hablar una chica con otra. Cuando ingresabas allí te cambiaban el nombre. Yo allí me llamaba Tránsito. Nadie te conocía más que por ese nombre. Si alguien, por casualidad venía a verte, la monja iba a un fichero. Pues sí, María Ángeles Lavín Cobo, en el mundo, aquí, al lado de Cuatro Caminos, esa es Tránsito (…) Durante horas, ni en el recreo, ni en las filas, allí no se oía una mosca (…) Nos ponían una cruz con dos esparadrapos de labio a labio y de carrillo a carrillo para taparnos la boca. Te lo pegaban santiguándote al mismo tiempo: “De nuestros enemigos”, y si se te despegaba algunos de los lados de la cruz, bronca o castigo, pues creían que lo habías despegado tú para hablar. Yo lo sé porque una vez despegué el “nuestros”, o sea el trozo de abajo, para hablar con Ana, cuando coincidimos en la fila de ir al servicio (…) desde entonces nos mirábamos y con la vista nos dábamos ánimos la una a la otra. Luego, ella murió, la pobre, de mala manera. Nunca íbamos dos chicas solas a ningún sitio. Siempre tres (…) Igual era una por el Padre, otra por el Hijo y otra por el Espíritu Santo (…) Éramos muchísimas chicas de todas las partes de la provincia. Muchísimas. Algunas por la cosa de rehacerse de la vida pública que habían llevado (…), la mayoría de nosotras, estábamos en calidad de detenidas. Yo estuve ocho días a pan y agua. Yo hacía así, olía el plato de lentejas, y me era imposible tragarlas (…) Al octavo día me dolía el costado y la espalda y todo el cuerpo”.
Una hermana de Pilar de la misma edad que Ana, les llevaba dos o tres veces al mes comida en una cesta (zanahorias, avellanas, castañas, huevos cocidos, tajadas de tocino frito, chorizo, queso, pan de borona…), pero pronto se descubrió que solamente les llegaba la mitad: la otra mitad se la quedaban las monjas. Ella entraba dentro del convento hasta un amplio recibidor y allí lo recogía una monja. Solamente en dos ocasiones logró ver a las detenidas, cuando Mercedes y Pilar pudieron abrazar a sus dos hijos nacidos en 1938. La mitad del recorrido lo hacía a pie por el monte, cruzando atajos y caminos hasta llegar al tren, porque le salían los falangistas a quitarle cuanto llevaba.
Ana Cano falleció el 5 de abril de 1941. Enferma de gravedad como estaba, el 29 de marzo fue trasladada al colegio salesiano, donde se encontraban su madre y su convecina Pilar; cuando su madre la vio no la reconoció, tales eran las penalidades y malos tratos sufridos durante su reclusión.
J. Ramón Saiz Viadero
Archivo fotográfico de algunas imágenes: J. Ramón Saiz Viadero.
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