Las gatas…

«Nunca tendré el orgasmo perfecto sin sentir el olor a sudor de Brando en “El tranvía llamado deseo”, Newman cuando mira fijamente a Maggie al final de “La gata sobre el tejado de zinc«. Es como si los tres nos meciéramos al compás de una melodía sureña, bajo los ojos inocentes de Baby Doll».
Así confesaba Tennessee Williams la devoción que sentía por dos de sus actores favoritos, a pesar de que cuando se rodó la película en la que Newman y Liz Taylor bordan los papeles de Brick y Maggie, se mostró completamente reacio a las adaptaciones que llevó a cabo el director, Richar Brooks, para burlar la censura. Se dice que Williams quería que Maggie fuera Vivien Leigh, que Brick debía haberlo encarnado Montgomery Clift o Robert Mitchum, quien rechazó el guión al advertir los cambios que había sufrido la obra original. Williams se paseaba por las colas de espectadores que abarrotaban los cines para ver «La gata…» lanzándolos imprecaciones furiosas de predicador, «¡No vean esta película, el cine retrocede cincuenta años por su culpa!«.
Me hubiera encantado, en otra vida, en otra galaxia paralela, ver esa película soñada por el dramaturgo iracundo. Clift y Leigh, la obra completa, sin sufrir tijeretazos tan dolorosos para el autor que quería contar del dolor interminable de un hombre enamorado de su mejor amigo muerto, que ya no encarna el sueño americano, que ya no es el jugador de fútbol laureado y bebe más de la cuenta. Pero para empezar, al título se le cayó el adjetivo «caliente«, obsceno al parecer o sumamente connotativo para la mojigatería que regía el mundo del cine. Hubiera estado bien, qué duda cabe, Clift, reflejando en su rostro, como un mapa preciso, el itinerario de su tormento interno. Comteplar las pupilas realmente felinas de Leigh, esa furia de un verde helado con la que sabía mirar Escarlata, al enfrentarse a un esposo tullido, por dentro y por fuera. Sí, hubiera sido maravilloso que la valentía de ese conflicto de Brick y Maggie se plasmara de forma explícita, claro. Pero era Hollywood, era el año 1958.
Sin embargo, contra todo pronóstico, el asunto funcionó. Las supuestas mutilaciones del texto teatral, de esos pasajes que aludían sobre todo al pasado de Brick y que dejaban claro que sufría por otro hombre al que no había olvidado tras su suicidio, no redujeron el impacto de la historia. Allí estaba la Taylor, imponiendo sus ojos violetas y su caché de medio millón de dólares con sus británicos ovarios, enterándose de la muerte en accidente de avión de su esposo en pleno rodaje y aun así logrando que Maggie, la del fabuloso vestido blanco de tirantes, sea la gata perfecta, la única gata posible. Allí estaban los diálogos, esos disparos de reproches secos y certeros, cargados de sentido pese a los recortes, las elipsis que hacen sospechar lo que no pudo decirse y sin embargo se sobreentiende. Y allí estaba Newman, acorralado en un dormitorio, dando vueltas en torno a una cama de barrotes dorados que es al mismo tiempo la jaula de la que quiere escapar, impedido por sus muletas y por el eterno vaso de whisky que apura, pero también por el recuerdo de su amigo. Allí estaba él, más sexy y desvalido que nunca, atreviéndose a ser Brick.
Patricia Esteban Erlés.

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