Tiene cuatro años; sale al balcón ella sola muchos días a aplaudir a las ocho y para hacerlo se arremanga el jersey y se ejercita con un interés y ganas dignos de una política en campaña.
Sus padres aparecen en ocasiones con ella y con su hermano mayor pero casi todos los días suele ser la que ejerce de representante familiar en el evento y parece hacerlo gustosa.
Lola canta y toca el tambor en la terraza pequeñita del ático en el que vive justo enfrente de mi casa. En ese espacio, que me resulta ya muy conocido, hay una madre con coleta desmadejada y semblante ojeroso, un padre barbudo y con gesto desesperado y esquinado tras un teléfono móvil, hay una mesa de plástico con juguetes y un litro de cerveza vacía, algún plato con restos de frutos secos, un hermano de ocho años con maquinita rectangular entre las manos y un tendedero de apartamento de vacaciones con ropa deportiva colocada a diario para secarse.
Lola pasa las horas allí y canta, canta con la franqueza de los cuatro años y grita mucho; toca el tambor a golpetazos y con las mismas ganas con las que aplaude; muchas.
Se pelea con su hermano mayor, se baten el cobre por el espacio que ocupan en la terraza y ella lo gana habitualmente, por lo que suele quedarse sola en su salón al aire libre en el que se ejercita como ventrílocua, cantante, maestra de música de sus muñecos, directora de obras de teatro y gimnasta, según el día y su apetencia.
Hoy Lola ha cantado desafinando durante horas mientras los vecinos escuchábamos atentos, riendo y aprendiendo algo liviano como antipsiquiatría en mi caso, al son de lo que parecía una copla (sí, una copla). Ha acompañado la copla con su tambor y con el golpeteo de algo que utilizaba como cajón de flamenco (Lola diversifica el hilo musical) y he salido a disfrutarla.
En ese momento su madre, intuyo que preocupada por la reverberación en la calle de una voz de niña que podría oírse hasta en la Giralda, le ha dicho:
-Lola, por favor, para ya, que los vecinos van a quejarse y estás gritando y golpeando durante toda la tarde.
Ha salido del espacio común y su hijo mayor ha continuado la directriz materna en clara prolongación de la autoridad y ha intentado quitarle el tambor con fuerza mientras le ordenaba que se callara.
En ese momento Lola, nuestra Lola, ha gritado:
– Ayudaaa, vecinos, ayudaaaaa, ayudaaaaa. ¡¡Vecinoooos!!
Su hermano ha cejado en el empeño al ver su estrategia de apoyo mutuo y darse cuenta, suponemos, de que no tenía nada que hacer cuando hemos aparecido riendo en los balcones.
Y es que nos hemos convertido en aliados y no desconocidos; y vamos a favor de los talentos del barrio que acompañan nuestras jornadas y aplauden con fervor.
Pd. Madres y padres, un monumento para vosotros. Y las niñas y niños confinados, otro aún mayor. Os quiero.
María Sabroso.
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