De un tiempo a esta parte me siento extrañamente desubicado en la que creí alguna vez casa de mis sueños, como si un presentimiento lento pero seguro fuera mostrándome lo peor de su estucado y el regusto anticuado de sus paisajes de trazo soso, empujándome poco a poco hacia la novedad de una puerta de salida de la que no tenía idea de su existencia, y de ahí a la sabia y también idiota incertidumbre de lo desconocido. La sensación se manifiesta de varios modos y en particular a través de un sonsonete de sonidos que provienen de lo que entiendo como “fuera”, y que ni puedo ni se ni quiero identificar, pero que poseen la cualidad de atraerme y repelerme al mismo tiempo. A los sonidos suceden periodos de desconexión en los que creo estar muy lejos de aquí, en una cámara incomprensiblemente mayor que esta, bañada de una luz lechosa desagradable y donde todo sucede como “desconectado” (no se me ocurre otra palabra, de hecho conozco tan pocas…). Mi habitación de siempre se ve sujeta más a menudo de lo que desearía a una serie de temblores intermitentes que habitualmente me fastidian el almuerzo (aunque realmente nunca dejo de comer a lo largo del día). Me pregunto si la seguridad se puede cambiar por algo mejor o si en la apuesta y el riesgo hay un sentido superior a los demás que justifique cualquier aventura. Y el caso es que cada vez me tienta más acercarme a esa puerta, incluso juguetear con el picaporte, bañado en un purpura suave y húmedo. Aunque aún no se respirar, conozco ya el lenguaje de los suspiros. Aunque aún no se hablar, las palabras se acumulan en mi mente.
“Madre páreme, que ya empiezo a vivir»
Texto: Jean Boicecaut.
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