
Sucedió en la lejana China. Una populosa ciudad de más de diez millones de habitantes se vio asaltada, de repente, por un virus similar al de la gripe, aunque más fácil de transmitir, con un índice de mortandad menor que el de ésta. Se sabía cómo se transmitía: igual que la gripe ordinaria, por las diminutas partículas de saliva que flotan en el aire que se pegan a las manos, penetran en las mucosas de los sanos. Se desconocía el tiempo de incubación, asunto sobre el que había disparidad de opiniones, aunque todos reconocían que, como aquel, afectaba más a los grupos de riesgo. Las medidas adoptadas por las autoridades chinas fueron propias de catástrofe nacional jamás afrontada, con hospitales para cientos de miles de personas habilitados en fulgurantes y faraónicas obras de ingeniería, con bloqueo de tránsito, con cierre de la actividad económica. Y, como es lógico, el virus cobró importancia mundial por contagio, pero más entre las mentes de los mandatarios que en la calle. Una ola de estupidez recorrió el mundo de polo a polo, saltando de cancillería en cancillería, de presidencia en presidencia, de parlamento en parlamento. Pronto, en todo el mundo, pero en especial en Europa, los políticos se vieron inmersos en reuniones intersectoriales, interadministrativas, interestructurales, interfuncionales de vigilancia, en una furibunda interactividad encaminada a preservar la salud pública interpersonal. Los políticos se veían muy bien en ese papel hollywoodiense de salvadores de la humanidad doliente, pese a quien pesara, frente a mapas murales plagados con banderitas en las que se mostraba el avance de la enfermedad, elevada a la categoría impresionante de pandemia, con reuniones maratonianas, de chicos de película salvadores del planeta frente a las insensatas, indolentes e insensibles gentes del vulgo, masas adocenadas y obligadas a obedecer sin chistar pues carecían de la visión global del problema, ese problema que a ellos no les dejaba dormir, pero alguien tenía que sacrificarse por el mundo redondo, ¿no es cierto?… ¡Qué tíos!, ¡qué tías! ¿Quién de ellos iba a pensar que la actividad política les permitiría convertirse en gentes tan importantes, en artistas de cine, casi? Así, los máximos responsables salían a la palestra televisiva y, con voces melifluas que pretendían imitar a las de reporteros
En Italia estallaron motines en las cárceles porque privaron a los reclusos de visitas; murieron las cinco primeras personas, víctimas colaterales de las medidas adoptadas, y trescientos presos se escaparon; en Irán se puso en libertad a más de ochenta mil criminales, la inseguridad frente a la delincuencia se generalizó por falta de policías, muchos de baja preventiva, muchos dedicados a menesteres de control poblacional, multitud de empresas empezaron a mover los papeles para cierres patronales, disminuyó en picado la actividad económica, el crecimiento quedó paralizado y se hipotecó por una década, los padres tuvieron que hacerse cargo de los pequeñuelos no escolarizados que pasaron en masa a los abuelos, núcleo central del grupo de riesgo.
¿La justificación para tanto palo de ciego? Al final, se dijo que las medidas nunca vistas iban encaminadas a preservar la vida de los más viejos, ¡fíjense!, que eran los más afectados, como en la gripe claro, y las muertes que se produjeron por cientos —cuando en la estacional caen por miles—, fueron precisamente de octogenarios avanzados y nonagenarios, como todos los años, esos que tantos desvelos han dado siempre a las autoridades públicas, ¿verdad?, qué majas estas, tan preocupadas por los ancianillos. Total, que la primera gran víctima real fue la economía mundial paralizada. ¿Por qué tamaña insensatez y desproporción? Algo se ocultaba. Podía ser un intento de China de provocar un desabastecimiento y eliminar stocks de producción; podía ser un plan para acelerar el desarrollo de la crisis que tenía que venir, pero que no se decidía y que tan necesaria era para la reproducción del capital buitre; podía ser un intento de las farmacéuticas para lograr una ganancia inconmensurable con una vacuna salvadora, podría ser, en fin, un mero experimento de control poblacional masivo con limitación de la movilidad… ¡Vaya usted a saber!, quizá todos los anteriores motivos juntos estuvieran en la raíz del problema.



Lo cierto fue que los medios de comunicación ocupaban con informaciones sobre el coronavirus el noventa por ciento de su tiempo de emisión. ¿Cuál será el pronóstico?, pensamos muchos. Yo predije: este virus desaparecerá de los medios, es decir de la existencia misma como fenómeno social, de la noche a la mañana, tal y como vino. Esto sucederá cuando los promotores del engendro alcancen sus objetivos económicos y la soterrada operación se dé por concluida. Ya veremos quién es el beneficiario, aunque quizá tardemos años en saberlo; eso sí, los políticos se darán palmaditas en la espalda por su brillante gestión de la crisis, aunque con algún que otro cogotazo por parte de las envidiosas oposiciones.
Y termino: si el texto que acabo de escribir me hubiera sido facilitado un mes antes de que se produjeran estos acontecimientos, habría creído que se trataba del guión de una nueva novela de ciencia ficción, bastante exagerada y mala por cierto, dado su contenido inverosímil, porque no es que la realidad supere a la ficción, sino que estos hechos son tan incongruentes, que no pueden aspirar a convertirse en literatura. Y me pregunto, y pregunto: ¿hace años —cuarenta por ejemplo—, cuando aún era inimaginable el control poblacional que hoy ha traído el uso masivo de móviles de última generación, habría sido posible el estallido de esta ola de estupidez? ¿Tiene algo que ver el atontamiento general de la capacidad de discernimiento de la población con este tratamiento dado a la supuesta pandemia? ¿Será cierto que, en conjunto, la capacidad intelectual de la especie, lograda a lo largo de millones de años de evolución, está menguando? ¿Estará alguien probando nuestro nivel de estulticia colectiva?
Escalante 11 de marzo de 2020.
Javier Tazón Ruescas.
Muy buen articulo y cierto!