MAMÁ NOEL

 

Quizás sea la Nochebuena más maravillosa de la que haya oído hablar. Todos los niños de aquella casa esperaban a sus madres con el anhelo de la inocencia, con la pasión del amor más sincero, con la necesidad del desvalido, con la penuria del desdichado… Eran unas madres soñadas muchas veces, deseadas en la infinita soledad que les corroía, cuando uno más las necesitaba, cuando eran niños. Se trataba del único día del año en que iban a dormir juntos.

La excitación general era grande y abundaban a partes iguales las risas y los llantos nerviosos. El abuelo impartía castigos sin parar intentando que todos acatasen sus órdenes, preparando la casa para las visitas. Entonces, la fusta del viejo repartía estopa sin medida, pero ese día se podía perdonar todo, su admirada madre iba a pasar la Nochebuena con él. Aquella noche dormía con ella y entre sus brazos al calor de su cuerpo soñaba con estar con ella para siempre. Todo el ruidoso alborozo se convertía en un tierno silencio que en la intimidad de sus camas acababa siempre en aquel ansiado sueño. A ellos Papa Noel les traía una madre, la mejor del mundo. No tenían grandes comidas, ni regalos, ni adornos. Navidad era la llegada de su mamá, todo un día y una noche. Aquellas veladas, las recordó durante toda su vida y las soñó e idealizó siempre. Incluso podría decir que aquella añoranza le dio la vida durante sus épocas difíciles. Duraba muy poco, lo que dura una tierna mirada, un beso fugaz, una caricia inocente. Cuando quería darse cuenta, cuándo empezaba a disfrutar, cuando sentía su cariño, ya había pasado. Y entonces, venía la despedida, la cruel realidad, la separación más cruenta, los lloros y lamentaciones. Él intentaba hacerse el fuerte y ella le echaba una última mirada, le daba el postrero y definitivo abrazo, le obligaba a prometer que se portaría bien y le aseguraba que volvería pronto. Y el viejo las iba empujando hacia la puerta, con palabras de aliento, para lograr que todas se fueran.

Cecilio era bajito y redondo, de cabeza pequeña, nariz chata, labios carnosos y coloretes en las mejillas como un rubicundo lechoncito.

Los primeros años de su vida fueron muy felices. Entonces no entendía muy bien lo que pasaba, pero daba igual. De vez en cuando llegaban unas señoras muy cariñosas que lloriqueaban entre apretones, carantoñas y besos. Su primer recuerdo es su sonrisa, siempre supo que ella era su madre, aunque nadie se lo dijo hasta mucho más tarde.

Cuando el viejo consideraba que ya eran mayores los llevaba con él para que le ayudasen a asistir a las madres en la calle. Fueron por la noche, a atender a muchas mujeres al borde de la carretera, a un solitario parque o a un pasaje oscuro. No le importó demasiado ni le suscitó ningún interés hasta que dieron con su madre. Le dio un vuelco el corazón y la abrazó con cariño. Su sorpresa fue que ella se alteró, se enfadó mucho con el abuelo, riñéndole por haberle llevado. No entendió nada, estaba contento con poder verla, pero ella amenazó al viejo con no pagarle. Se hizo mayor al darse cuenta de que nada era lo que creía; sus abuelos no eran sus abuelos, sus hermanos no eran sus hermanos y aquello no era una familia. Un día le llamaron hijo de puta en el colegio y no quiso volver. Aquello y la fusta del viejo hicieron que abandonase la casa, decidido a ir a buscar a su madre.

Se fui a vivir con su madre a un cuartucho de mala muerte con la felicidad de poder cuidar de ella. Durante años intentó que abandonara la adicción a la heroína, pero le engañaba constantemente y solo lo conseguía a intervalos. Intentó trabajar en todo lo que podía para poder ayudarla y protegerla, pero era imposible estar siempre con ella. Y ocurrió lo que más temía. Unos malvados abusaron de ella y la maltrataron. Tuvo que pasar una temporada en el hospital mientras él intentaba buscar a los torturadores. Y dio con uno. Se rio a su cara cuando le pidió explicaciones, le insultó y le amenazó. Qué podía hacer un muchacho, poco más que un adolescente con el animal que había malherido a su adorada madre. ¡Lo mató de un tiro!

En la cárcel la echó mucho de menos Se sintió solo, muy solo. Su madre nunca fue a verle, nunca lo visitó, ni una llamada, ni una carta, nada. Su sueño era contemplarla, besarla, llenarla de flores, pero no pudo ser, ni siquiera el día de su muerte. Un sacerdote le dio la noticia en la prisión y se puso tan agitado que no le dejaron salir al funeral. Solo mucho después pudo visitar su tumba. Lo único que conserva de ella es una medalla de la Virgen que siempre lleva al cuello.

Intentó suicidarse en varias ocasiones y la muerte se rio de él, como aquella vez en que tirándose al metro este pasó por el raíl de al lado o aquella otra en que compró una pistola con una sola bala a un ruso y esta se encasquilló perdiendo el proyectil.

—Si Dios quiere que viva, algo bueno debe tener proyectado para mí.

Siempre que llega la Navidad me acuerdo de él, porque en esta época del año siempre hace dos cosas, lleva flores a su madre al cementerio y acude a verme a mí. Le gusta venir. Llama a mi consulta, entorna la puerta y mete su cabecita.

—¿Da usted su permiso?

Así, sibilinamente, se cuela en mi despacho y me cuenta, todos los años, las Navidades con su madre, saluda a los compañeros, se pavonea con cualquier hazaña o mentira y se vuelve a marchar alegre y contento.

©Alfonso García Aranzábal.

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