Mike Todd y Liz

Cuántas veces pensarían Kirk Douglas o la bella Liz en ese avión, en la intensa corazonada, en el resfriado, en la noticia que conocieron por la radio, que era antes la red social más rápida.
Douglas habló en sus memorias de hombre casi centenario de su amigo Mike Todd, un productor forrado, espléndido, que sabía usar el dinero para ser feliz. Por eso contaba el actor cómo lo admiró la tarde en que, aunque no era el cumpleaños de la Taylor ni se celebraba ningún aniversario en realidad, Todd hizo un par de llamadas y organizó una exhibición de diamantes de Van Cleef en el jardín de su casa. Como si fueran bombones en lugar de gemas cegadoras y carísimas, expuestos en una especie de mercadillo privado para que su esposa no tuviera ni que desplazarse a la joyería, tan solo salir descalza al patio y señalar con el dedo sus preferidos. Eso era el amor, hacer que el mundo girara en torno a la belleza y el talento de una mujer con ojos de extraño brillo mineral. En otra ocasión ella mencionó un menú delicioso que habían cenado en París. La Taylor era según se cuenta feroz en sus apetitos y deseaba las piedras preciosas con la misma intensidad que las delicias culinarias francesas. Todd dio una palmada, alquiló un avión que voló al prestigioso restaurante añorado por su amada y encargó la misma cena que habían disfrutado aquella vez, como si fuera un Glovo que les trajera una pizza.
Pocas horas antes de emprender un viaje en avión Liz se resfrió y optó por quedarse en tierra. Todd le propuso a su amigo y vecino Kirk que le acompañara, tentándole con una buena juerga en compañía de peces gordos del mundo del cine. Además, estaría allí el presidente Truman, al que tanto admiraba, y podría conocerlo en persona. Douglas aceptó pero Anne, su esposa se puso como una fiera cuando le comunicó que se marchaba. Muchos años después ella aún encogía los hombros y explicaba que no sabía por qué se había molestado tanto, por qué dejó de hablarle a su esposo después de una sonada bronca para forzarlo a rechazar la invitación y quedarse en casa.
Todavía seguían obstinados en la huelga de silencio marital mientras viajaban en coche la mañana siguiente. De pronto, la emisora de radio informó del accidente del jet privado en el que él o la esposa de Todd deberían haberse subido la víspera.
Douglas vivió ciento un años. Su esposa uno más. Seguramente a lo largo de su larguísimo matrimonio hablaron muchas veces de aquella pirueta del destino que parecía empeñado en privar al mundo de una estrella de Hollywood, de llevarse por delante a Espartaco o Cleopatra, qué más daba uno que otro, en el esplendor de sus carreras para convertirlos en leyendas trágicas. Recordarían los diamantes azules que Liz iba encontrando en lujosos estuches de terciopelo diseminados en el césped de su mansión de Beverly Hills, en el atardecer de un martes cualquiera, de aquella cena loca que cayó del cielo cuando todos eran jóvenes, bellos, ricos y se amaban tanto.
Patricia Esteban Erlés.

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