MONARQUISMO PARASITARIO

 

 

No quería hablar de la muerte de Isabel II, reina del orbe británico antes y después de que el imperio más grande que ha habido nunca en este planeta se fuera al carajo, como quien dice hace cuatro días si atendemos a lo siempre relativo de los tiempos históricos. No quería hacerlo y no lo voy a hacer. O sí, me temo que al final lo voy a hacer aunque pretenda que sea solo tangencialmente. Porque, por si no fuera ya bastante tabarra la que nos están dando desde hace más de una semana todos los medios a nuestro alcance, que no hay periódico de papel o digital, radio o televisión otro tanto que no esté estirando como el chicle la noticia en sus portadas, todavía resulta muchísimo más irritante la intencionalidad que se intuye detrás de esta desmedida cobertura para despedir el cadáver de una anciana reina extranjera cuyo único mérito para el conjunto de la humanidad fue estar donde estaba, donde le había tocado por cuna, eso y firmar lo que le exigía la constitución de su país que firmara, y ya luego vivir a todo trapo tal y como le correspondía a una de las mayores fortunas del mundo por mucho que dijera –hay que suponer que al servicio de propaganda de la casa real británica- que la señora era de lo más frugal e incluso agarrada; vamos, todo lo agarrada que puede ser alguien que vive a caballo entre varios palacios y tenía a su disposición absolutamente todo lo que le viniera en gana. Extrañas prioridades que además pretenden que también sean las nuestras. 

Prioridades que en el caso de los medios españoles ya no escaman tanto como directamente abochornan. Y no se trata, al menos no por mi parte, de un arrebato de indignación motivado por una pulsión patriotera que no suele existir en mi ánimo por patria alguna, me refiero a la que debería hacer levantar la voz a otros que sí la tuvieran ante el hecho que parecería que el que se ha muerto es el jefe del estado de aquí y no el de allí, es decir, el de una monarquía tradicionalmente hostil y con la que todavía existe el contencioso de la soberanía de Gibraltar. Ni mucho menos, lo que a mí me abochorna es el descaro con el que la prensa española está parasitando la noticia de la muerte de Isabel II, la más longeva de los monarcas que todavía pululan entre nosotros, la soberana, siquiera ya solo de un modo vicario en muchos casos, de la que, aunque duela o acaso moleste a algunos, venga, a fruncir el ceño los patriotas rojigualdos, sigue siendo la civilización que más huella ha dejado sobre la faz de la tierra en los últimos dos siglos: la anglosajona. Parasitando, sí, porque es imposible soslayar que detrás de cada elogio que se hace a la figura de Isabel II como una monarca ejemplar y por lo tanto respetada y sobre todo amada por la inmensa mayoría de sus súbditos británicos, cada mención que se hace sobre la solera de dicha monarquía como ejemplo de que la institución no solo funciona, sino que además lo hace a la perfección si nos atenemos a su grado de popularidad en exclusiva, incluso cada alusión a las polémicas, escándalos o simples “problemillas” protagonizadas en el “pasado” por la reina y el resto de los miembros de su familia, no existe esa intencionalidad a la que me refería antes. Ni más ni menos que hacernos una panegírico por defecto y en toda regla de la institución monárquica

aprovechando que la inglesa –dime tú quién se acuerda de los escándalos del rey de Holanda, Guillermo Alejandro y su consorte, la hija del genocida argentino, Máxima Zorreguieta, los trapos sucios de la familia real belga, las orgias en locales de la mafia del rey de Suecia, Gustavo XVI, los “despistes” fiscales de Margarita II de Dinamarca, o la dudosa idoneidad de la esposa del heredero de la corona noruega, Mette-Marit Tjessem, hija de una familia sin sangre azul que había sido madre soltera con un hombre condenado por tráfico de cocaína; a estas alturas ya casi meros chismes provincianos- es conocida, y además a escala planetaria, no solo por no haber sido interrumpido desde prácticamente los tiempos de Alfredo el Grande y su lucha contra los invasores vikingos –dejando a un lado el episodio del Lord Protector, Oliver Cromwell tras cortarle la cabeza a Carlos I-, sino también, o puede que sobre todo, por sus escándalos. Y por si a alguien le queda alguna duda, que repare en el número de series y películas que tiene a su disposición para recrearse al detalle en las miserias de los Windsor, ya sea para echarse unas risas como con la serie más que regulera The Windsors, o acaso de un modo más formal, con manta y tacita caliente de lo que sea delante de la pantalla tonta, con la exitosa y sin embargo elogiada The Crown. Lo sabemos casi todo de la familia inglesa, desde luego incluso más de lo que nos hubiera gustado saber de nuestros borbones. Sin embargo, vivimos en un mundo tan globalizado como alienado, siquiera ya solo inane y para de contar, que podría decirse que Isabel II era algo así como una monarca a escala planetaria si reparamos en exclusiva en su ubicua presencia mediática, así como la de los miembros de su familia, y no me hagan hablar del culebrón de Lady Di, que ya tuvimos suficiente en su momento. 

Así que como para no echarse de cabeza a glosar las excelencias de Isabel II y su reinado desde la prensa española al unísono o casi. Porque al hacerlo todos sabemos, conscientemente o no, que también están glosando la excelencia de la monarquía española, si bien no tanto por comparación como por aspiración. En efecto, el mensaje que los medios españoles, siquiera esos que llamamos generalistas, nos están intentando inculcar con machacona insistencia, es que la institución monárquica no solo funciona si se lleva bien como han hecho los ingleses –lo de los británicos ya me cuesta más aceptar por mucho que nos vendan también la devoción a la corona de los escoceses incluso al día siguiente de la independencia, la de los galeses e irlandeses del norte -¿por qué ignoran que el Sinn Fein ganó las pasadas elecciones al parlamento local?-,  y qué decir la de los australianos o canadienses con sus referendos a la vuelta de la esquina sobre la condición futura de la jefatura de su estado-, sino que además es tan humana, y por lo tanto imperfecta, como hemos descubierto que era la nuestra después de décadas de ocultismo, cuando no impunidad lacaya, acerca de todo lo relacionado con las “travesuras” de alcoba y cartera del Emérito y los suyos. 

Un auténtico lavado de imagen de la institución monárquica que además funciona a la perfección porque a los defensores de esta solo les queda la carta de las emociones, y por ello de la irracionalidad pura y dura, para justificar la sinrazón de que la jefatura de un estado democrático se herede de padres a hijos por una mera cuestión de hemoglobina. Porque, insisto, no existe argumento racional alguno que pueda hacer digerible a una mente mínimamente lógica y/o cultivada la existencia todavía hoy en día, y siquiera en  nuestro mundo civilizado, porque lo de las monarquías de los países de arena y por estilo mejor lo dejamos para otro momento, de una institución de raigambre única y exclusivamente medieval, un rescoldo de la Historia tras la Revolución Francesa y todo lo que vino después, lo que en el caso de la británica, y de otras por imitación y con diferente éxito, sólo se entiende por el oportunismo de los monarcas ingleses que supieron, o más bien no les quedó otra, que aceptar las exigencias de democracia más que tibia que les fueron planteando sus súbditos –y si no recordemos al pobre Carlos I y su cabeza sin cuerpo…- a lo largo de la Historia, todo lo contrario de lo que hicieron los Borbones en Francia, y el resto de monarquías absolutistas de la época, y así les fue más tarde o más temprano. Y por eso mismo el lavado de imagen solo puede darse desde el lado de lo esencialmente irracional, acudiendo a las emociones de una mayoría de la población como la inglesa, vale, también la británica, que lleva asumiendo de buen grado la institución monárquica por cuestiones que nada tienen que ver con la cabeza sino con el corazón. Por eso lloran desconsolados la muerte de su reina, porque esto no tiene nada que ver con la lógica democrática llevada hasta sus últimas consecuencias, ni mucho menos, sino más bien todo lo contrario. La monarquía británica se sostiene tanto por el apego emotivo como por el más puro y duro pragmatismo: no solo no les molesta sino que además les alegra la existencia, y para de contar.

De modo que eso es exactamente lo que les gustaría a los heraldos monárquicos del Reino de España que sintiera la masa de la ciudadanía española: conformismo y, a ser posible, también un poco de devoción. Sobre todo en estos tiempos en los que parecería que el escenario que habían montado alrededor de la figura de Juan Carlos I para que este representara su función de monarca ejemplar, campechano a más no poder y escrupulosamente neutral como ninguno de sus antecesores en el cargo, se ha venido abajo por culpa de la malintencionada indiscreción, primero de la prensa extranjera que difundió lo de su cacería de elefantes, y luego ya por parte de una prensa española que se dio cuenta de que la paciencia de la ciudadanía, expuesta entonces a una crisis sin precedentes, no estaba dispuesta a tragar con tanta impunidad por parte del jefe del estado y los miembros de su familia. Los españoles, muchos -porque si habláramos de mayoría nos tendríamos que preguntar por qué narices seguimos sin ser una república como nuestros vecinos franceses o portugueses-, que simple y llanamente se hartaron, o al menos parecieron hacerlo, de tanta Edad Media a cuenta del relato maquillado e institucionalizado a la fuerza de la sacrosanta Transición. Pero ahí está el problema, el mismo de siempre para cualquier momento histórico habido y por haber, que solo es una minoría más o menos concienciada la que lidera la protesta, la que evidencia el malestar, y el resto la secunda según cómo, cuándo y por qué, por lo general en tiempos de crisis como la del 2008 y dependiendo también de lo rápido y eficaces que sean los defensores de la institución monárquica, en este caso el bipartidismo de esta Segunda Restauración Borbónica y otros que se les suman con renovada

devoción, en dar un golpe de timón, como hicieron con la coronación de Felipe VI, “el Preparau”, o con los apaños judiciales de rigor para que todo acabe “como si nada hubiera pasado”. Al fin de cuentas, para qué engañarnos, la mayoría tan silenciosa como intrínsecamente conservadora de las sociedades más o menos acomodadas como la española, siquiera ya solo de las que no viven al borde de un verdadero abismo político o económico como suelen estarlo muchas del llamado tercer mundo, suele ser reacia a los cambios de calado por principio, aunque sea algo en realidad tan superficial como cambiar la condición de la jefatura del estado, algo que no supondría hecatombe política, social o económica alguna por mucho que nos hagan creer lo contrario según la costumbre de cifrarlo todo al miedo para sostener lo insostenible. De modo que los heraldos de la monarquía española ni siquiera estaban necesitados de esta exaltación monárquica como caída del cielo para insuflarse ánimos a sí mismos y de paso a las masas esas de las que hablaba Ortega y Gasset con tanta condescendencia como acierto cuando la consideraba en su conjunto esencialmente influenciable, según en qué y por quién manipulable –y el que nos ocupa sería un ejemplo tan prístino como cristalino- , por responder en exclusiva a estímulos irracionales, emotivos. No, porque solo hay que fijarse en el renovado entusiasmo con el que tertulianos de todos los colores y sueldos se aplican a defender la corona de Felipe VI, a la par que procuraran desestimar, cuando no ridiculizar,

toda legítima aspiración republicana por parte de partidos que enseguida se dan prisa en calificar de minoritarios, algo así como un capricho de cuatro exaltados que no cuentan con el apoyo de la gente –y además todos más o menos a la izquierda del espectro político, con lo que se evidencia una y otra vez la inviabilidad de una alternativa republicana a corto medio plazo dado que cualquier proyecto republicano que no sea capaz de sumar a gente de derechas, que no sea transversal, está condenado al fracaso sin remedio- tal y como lo refrendan y refrendarán las urnas con la inmediata restauración del bipartidismo borbónico, con el cuento de que se trata un rey de otra pasta, nada que ver con su padre, en realidad la versión mejorada y sobre todo más adecuada para poder hacer de él un remedo de Isabel II en España

 

Txema Arinas

Oviedo, 15/09/2022

Sobre Txema Arinas 23 artículos
Escritor español (Vitoria-Gasteiz, 1969). Reside en Oviedo. Licenciado en historia y geografía por la Universidad del País Vasco. Ha vivido en Francia, Irlanda y Venezuela, y aprendió varios idiomas. En los últimos años ha trabajado como profesor de secundaria y además ha desempeñado diversos cargos en la empresa privada. Ha publicado las novelas Los años infames (2007), Gaitajolea (2007), Anochecer en Lisboa (2008), Euskara Galdatan (2008), Maldan Behera Doa Aguro Nire Bihotz Biluzia (2009), Zoko Berri (2009), El sitio (2009), Azoka (2011), Borreroak baditu hamaika aurpegi (2011), Muerte entre las viñas (2012), Como los asnos bajo la carga (2013), En el país de los listos (2015), Testamento de un impostor (2017), Historias de la Almendra (2018) y Los tres nudos (2019), y los ensayos Sabino Arana o la identidad pervertida (2008) y El imposible perdido (2012). Ha colaborado como articulista en el periódico Berria, las revistas Grand Place y Hegats, las revistas digitales Solo Novela Negra y Zubyah, de la asociación cultural Punica Granatum.

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