Obsesión

Uno de mis sueños por cumplir es escribir un «true crime». Me encantaría encerrarme un año, eso imagino en mis fabulosas fantasías, en una casa aislada, cerca del mar a pode ser, solo con los informes policiales, los testimonios de allegados, supervivientes, testigos, y componer el puzzle que siempre está detrás de un asesinato. La mente humana es oscura muchas veces y a mí me fascina indagar en esos ejemplares monstruosos que solo encuentran en el sufrimiento y la muerte de otros el placer que da sentido a su existencia.
Entiendo bien a Michelle Mcnamara.
Ella fue la última víctima del Asesino del Estado Dorado, nombre que acuñó para definir al asesino en serie que había atacado en numerosas ocasiones a mujeres y parejas en California. Me fascina el comienzo desde cero de esta blogger, investigadora aficionada, que siempre quiso escribir y empezó a hacerlo en 2007, rastreando con pasión y sagacidad algunos de los crímenes sin resolver más famosos de Estados Unidos. Poco a poco fue creando una comunidad de seguidores que se volvían adictos a su manera de contar aquellas historias tan siniestras. Era una brillante narradora, cercana y empática con las víctimas, a las que trataba de humanizar para que los lectores tomaran conciencia de que no eran cifras de una estadística negra, sino hombres y mujeres que se habían tropezado con el mismo demonio en su camino. Un día recibió la oferta de una editora de un periódico famoso para ampliar su crónica del asesino que había aterrorizado a la población californiana en los años 70 y 80. Mcnamara redactó un brillante reportaje de cincuenta páginas que hiela la sangre desde sus primeras líneas, en las que cuenta cómo la primera víctima, una chica de quince años que estaba sola en casa, ensayaba una melodía al piano cuando le pareció escuchar ruidos en el jardín. La noche en que se publicó el artículo nació una autora reconocida. El entusiasmo de los lectores del diario se tradujo en una red de comentarios elogiosos, de nuevos admiradores de aquella escritora envolvente y capaz de hablar de la oscuridad con esa agudeza y brillantez que una de las editoras de HarperCollins reconoce no haber encontrado desde «A sangre fría» de Capote. Un agente literario le ofreció la posibilidad de vender la idea en forma de libro a una editorial y Mcnamara fue feliz. Se cumplía un sueño, el que acariciaba desde que de niña leía novelas de Agatha Christie en el porche de la solitaria casa donde pasaba las vacaciones con sus padres. Quiso escribir sobre crímenes desde que a los catorce años mataron a una vecina suya, a la que raptaron en la calle de al lado, y cuyo asesino nunca fue descubierto. La propia Michelle cuenta cómo acudió a esa calle y recogió del suelo trozos del walkman que la víctima llevaba puesto cuando la asaltaron.
Cuando firmó el contrato editorial comenzó su propio infierno. La obsesión fue apoderándose de ella poco a poco, conforme indagaba en aspectos más profundos de la trayectoria de aquel asesino que primero violaba chicas, luego a mujeres casadas con sus maridos en la casa y que, por último, mataba a las parejas a golpes. Investigar sobre esa violencia in crescendo, ese entrenamiento sádico, prolongado, fue devorando la propia vida de la escritora, que no dormía, que empezó a sentirse asediada por sus fantasmas y sin embargo era incapaz de desvincularse de aquel enigma. Mcnamara se había propuesto desenmascarar al monstruo, por mucho que el delito hubiera prescrito, como un deber moral hacia las víctimas. Contactó con los policías que llevaron el caso, logró que le dejaran acceder a las treinta y siete cajas de documentos, objetos personales y fotografías relacionadas con los crímenes. Batas con bordados, bolsos de flecos, imágenes en que queda claro que aquella criatura violenta y escurridiza deshacía a golpes no solo los rostros y los cuerpos de mujeres y hombres, sino también el centro emocional de las vidas de sus víctimas, como si odiaría profundamente las casas con jardín, la vida idílica junto al mar de esas parejas. Ese proceso fue devastador, su propia noche del alma, el cierre perfecto para una novela tan oscura como el itinerario sangriento del asesino al que perseguía. Mcnamara murió de un infarto mientras dormía, cuando le faltaba poco para entregar su libro.
Nadie que no sea la propia vida y sus misterios se hubiera atrevido a cerrar la historia con un final así.
Os recomiendo encarecidamente a los amantes de investigaciones criminales la docuserie de HBO, «El asesino sin rostro», acerca de la vida, la obra y la muerte de Michelle Mcnamara.

Patricia Esteban Erlés

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