Orgullo y prejuicio

Escribo estas líneas un 28 de Junio, el día elegido por el comunidad LGBTIQ+ para conmemorar hace ya 51 años la rebelión contra el maltrato policial y las detenciones arbitrarias en la ciudad de Nueva York, cuando la policía entró al bar Stonewall Inn a reprimir y llevarse por la fuerza a “enfermos”, “subversivos” y “anormales”, que es por lo que la mayoría de la ciudadanía de la época tenía a los miembros de dicha comunidad. Ese día, y al contrario de lo que solía ser la norma, los maricas, tortilleras y trans se enfrentaron a los maderos haciendo patente su rechazo a lo que consideran un maltrato sistemático y, sobre todo, un menoscabo intolerable a su libertad como ciudadanos. Desde entonces se celebra en todo el mundo donde es posible lo que conocemos como Día del Orgullo LGTBIQ+, una fiesta que en Madrid, la fiesta del Orgullo más multitudinaria de España y una de las más conocidas de todo el mundo, se traslada este año al viernes 1 julio para que coincida con el fin de semana y poder así asegurarse una mayor asistencia para lo que ese día será solo el inicio de varios días de fiesta hasta el 7 de julio.
Se trata, pues, de una fiesta que nació como un acto de protesta en contra de la represión contra el colectivo LGTBIQ+, que continuó como una manifestación anual para reivindicar los derechos que durante siglos se ha negado a dicho colectivo, y que con el tiempo ha devenido en una de las fiestas más concurridas y vistosas sin renunciar por ello a su carácter esencialmente reivindicativo. O al menos eso es lo que debería ser todavía hoy en día, cuando hasta marzo de 2021, 68 países tienen leyes que penalizan los actos sexuales consentidos entre adultos del mismo sexo, entre ellos seis países donde la pena de muerte es el castigo prescrito por ley para dichos actos sexuales entre personas del mismo sexo: Brunéi, Irán, Mauritania, Nigeria (12 estados del Norte únicamente), Arabia Saudita y Yemen (a esta lista habría que sumar Afganistán, Catar, Emiratos Árabes Unidos, Pakistán y Somalia, incluida Somalilandia, países donde la certeza jurídica al respecto no está del todo clara). Por otro lado, también existen países que criminalizan de manera expresa la identidad o el comportamiento de las personas transgénero, prohibiendo explícitamente ;hacerse pasar  por el sexo opuesto y, por ende, penalizando la existencia de las personas trans (Brunei, Gambia, Indonesia, Jordania, Líbano, Malawi, Malasia, Nigeria, Omán, Sudán del Sur, Tonga y Emiratos Árabes Unidos). Y tampoco podemos olvidar a esos otros países donde en teoría no se persigue a los homosexuales por el hecho de serlo, pero si la supuesta propaganda o exhibición de su actividad, países de los que la Rusia de Putin sería el mayor exponente de una hipocresía que hace creer a sus ciudadanos que les reconocen todos sus derechos como tales, y al uso en una democracia como poco formal, siempre y cuando renuncien a reivindicarlos.
Estamos hablando, por lo tanto, de una verdadera geografía del terror y la infamia para los miembros de la comunidad LGTBIQ+ en la que simple y llanamente se les niega el derecho a la existencia. Una geografía que cuando se mira desde ese otro lado que presume de ser su reverso, el mundo occidental presumida más que presuntamente libre y democrático, solemos considerar la consecuencia de siglos de retraso, ya más en concreto, de la oscuridad religiosa en la que viven la mayoría de ellos. Y no me cabe la menor duda de que eso es así es su mayor parte, solo hay que ver que la mayoría de esos países donde se persigue a los miembros del colectivo LGTBIQ+, o ya directamente se los mata por el solo hecho de serlo, son países musulmanes.


Claro eso no es tanto porque la religión musulmana sea más beligerante contra la homosexualidad bajo cualquiera de sus formas que lo ha sido el cristianismo, y en realidad cualquier otra confesión de esas que pretenden someter al
conjunto de una sociedad a la tiranía de su correspondiente credo, sino porque, a diferencia de muchos de los países que, siquiera en lo tocante a la libertad religiosa, pueden presumir de haberse quitado de encima el yugo de la religión tras siglos de lucha para separar el Estado de la Iglesia, en los países antes citados todo sigue estando supeditado al prejuicio religioso. Sin embargo, no podemos permitirnos el lujo desde Occidente de ser condescendientes con esos países debido a su supuesto atraso respecto a nosotros cuando este ya no lo es tanto económico como sociocultural, pues en esa lista de la infamia no faltan países con una renta per cápita varias veces superior a la de la mayoría de los países occidentales. De hecho, ese supuesto atraso sociocultural – porque yo sí creo que las sociedades que apuestan por la libertad de todos sus individuos sin excepción frente a los prejuicios religiosos, o de cualquier otro tipo, son moral y éticamente superiores al resto, así como que la necesidad de
diálogo entre civilizaciones no debería servir de coartada a esos países con sociedades distintas a las occidentales para obviar que los derechos humanos no van por barrios porque son universales- que somete a homosexuales, así
como al conjunto de las mujeres, a una condición de ciudadanos de segunda o tercera eternamente tutelados o perseguidos. Una condición inaceptable en la mayoría de las legislaciones de nuestro mundo occidental, no es óbice para que, no solo sigamos haciendo negocios con ellos –faltaría más, el dinero no tiene patria, que dijo Napoleón, ni moral que valga, añado yo, aunque seguro que más de uno ya lo habrá hecho antes-, sino que además tengamos que
tragar con provocaciones como la de Qatar, cuyas autoridades nos recuerdan en un día como hoy, 28 de Junio, que la homosexualidad está prohibida en el emirato y que por lo tanto también será perseguida con condenas de entre siete y once años de cárcel para los que acudan a ver la Copa del Mundo de Fútbol del presente año en vivo y directo y les dé por amarse libremente como si estuvieran en sus casas. Prohibición a la que hay añadir la amenaza de castigar la exhibición de la bandera del arcoíris en los estadios porque según las autoridades qataríes atenta contra la idiosincrasia tan especial de su petromonarquia. Una idiosincrasia de mierda, para no andarnos con medias tintas y sobre todo no caer en la trampa de respeto acrítico con la multiculturalidad. Toda una bofetada en pleno rostro de los ciudadanos occidentales que vemos con verdadero y constante horror todo lo relacionado con la falta de respeto a los derechos de los homosexuales, y por extensión de cualquier otro tipo, en un país al que se le consiente todo en función del “quevediano” principio de “poderoso caballero es don Dinero”. Dicho de otro modo, para que esa infame y corrupta organización llamada FIFA haga su agosto del modo más literal y sobre todo repulsivamente posible. Los qataríes, por supuesto, nos lo quieren vender como su derecho a la excepcionalidad cultural que los caracteriza y con la que el resto del mundo tiene que tragar para poder pisar su país. Un derecho al que accede tanto la FIFA como todas las federaciones de fútbol de los países representados con sus selecciones en el Mundial, indiferentes, cuando no cómplices, a la inculcación de los derechos humanos y de la que el gobierno qatarí se muestra tan satisfecho e incluso orgulloso. Y todo ello porque menudo chollo eso del petróleo que te permite disfrutar de todas las ventajas y adelantos en lo material del siglo XXI al mismo tiempo que continúas mentalmente en la Edad Media.
¿Y los gobiernos occidentales que permiten semejante ignominia? Pues, a decir verdad, estamos como para ir donde los qataríes a exigirles nada. Y ya no solo porque basta hacer un repaso somero de las diferentes leyes anti
sodomía que todavía están vigentes en muchos estados de EE.UU –por no hablar de la fuerza con la que los talibanes cristianos de ese país están consiguiendo revertir leyes como la del aborto gracias a contar con un Tribunal
Supremo en manos, vitalicias, de unos jueces ultraconservadores, los cuales amenazan con cargarse también las leyes federales que autorizan los matrimonios y uniones entre gente de distinto sexo que existen en 26 estados
de la Unión-, sino porque también dentro de la Unión Europea, ese supuesto y casi perfecto oasis de la libertad para los individuos independientemente de su origen, raza, religión o condición sexual, tenemos a dos miembros como Hungría y Polonia con gobiernos de ultraderecha –esto en la práctica aunque ellos renieguen del término y se lo adjudiquen a otros partidos con los que además están coaligados- que ya han aprobado leyes para restringir los derechos de sus ciudadanos homosexuales. Unos gobiernos cuya praxis e ideología se supone que se dan de bruces con los principios fundacionales de la Unión Europea y, a pesar de todo, y en especial de las supuestas sanciones o amenazas de las autoridades europeas, ahí siguen cercenando las libertades individuales de miles de ciudadanos europeos con todo tipo excusas legalistas y cada cual más peregrina. Si a eso le sumamos el avance imparable en los últimos años de la ultraderecha en casi todos los países de Europa, donde incluso llegó a formar parte hasta no hace mucho de gobiernos en coalición como en Austria, Eslovaquia, Finlandia o en la Italia de Salvini, el panorama no resulta muy alentador para todos aquellos que alguna vez llegamos a creer que habíamos alcanzado determinadas cuotas de libertad, al menos en esta Unión Europea tan a menudo poco unida, las cuales eran ya y para siempre irrenunciables.
Dicho lo cual ya no queda más remedio que volver la mirada a España para constatar cómo ha avanzado la extrema derecha también aquí hasta el punto de que ya hay un gobierno autonómico del que forma parte, el de Castilla
y León. Un gobierno autonómico con un vicepresidente de VOX, Juan García- Gallardo Frings, que no solo había escrito twitters en el pasado donde insultaba y denigraba a todos los miembros del colectivo LGTBIQ+, sino que además no para de hacer declaraciones de esas que obligan a cualquier persona decente y con los famosos dos dedos de frente a llevarnos las manos a la cabeza porque nunca pensamos que en la España del siglo XXI, la misma que suele hacer gala de haber estado por delante de la mayoría de los países de nuestro entorno en muchos avances sociales como el reconocimiento del matrimonio gay o la ley que regula la eutanasia, volveríamos a escuchar a un cargo político del nivel del que hablamos, cosas más propias de un jerarca franquista de la época del NODO que de un político de nuestro tiempo.
Pero la pregunta que nos hacemos, casi de un modo instintivo, es de dónde ha salido toda esta gente que ahora, gracias al altavoz que les presta la ultraderecha, no tiene empacho en manifestar a los cuatro vientos su rechazo a
los homosexuales por considerarlos una anomalía que nunca debía haber dejado de serlo a los ojos del resto de la ciudadanía y, ya muy en especial, a los de nuestro ordenamiento jurídico. Pues estaban donde siempre han estado,
formando parte de esa minoría –o al menos eso es lo que queremos pensar- silenciosa, pero siempre impermeable al discurso de la tolerancia y el respeto hacia todo lo que desentone de su muy estrecha concepción de la vida. Una
minoría que parecía resignarse a aceptar el discurso a favor del derecho de los ciudadanos a elegir y ejercer su sexualidad en libertad y las leyes que lo garantizan, porque creían que era el imperante, no solo entre la mayoría social del país en el que viven, sino también, o sobre todo, entre el de las élites socioculturales y políticas de esta España del siglo XXI con la que les cuesta sentirse identificados porque sus esquemas mentales pertenecen a épocas mucho más atrás. Sin embargo, resulta imposible creerse que la homofobia generalizada, transversal y hasta institucionalizada durante siglos a la sombra del heteropatriarcado se hubiera borrado de un plumazo vía decreto. No, no era posible porque todavía conviven entre nosotros generaciones enteras como las de nuestros padres, y aquí el origen y el nivel educativo siempre como factores muy a tener en cuenta, los cuales fueron educados en esa cosa llamada nacionalcatolicismo en la que todo lo que se saliera del tiesto de los prejuicios religiosos era ya no solo pecado sino también delito. Y quien dice, por poner un ejemplo, a nuestra madre frunciendo el ceño porque ve a una pareja homosexual besándose en una pantalla, o a los jubilatas del barrio haciendo comentarios y risitas por los bajines mientras echan la partida del mus al paso de una pareja del mismo sexo cogida de la mano, también dice las nuevas generaciones a las que apenas les ha hecho mella la educación en valores que supuestamente habrían tenido que recibir en la la escuela, o los mensajes a favor del respeto a la libertad sexual del prójimo que la mayoría de los medios y buena parte de la producción cultural se encargan de propagar. Me refiero a una parte considerable de nuestra juventud que ha preferido asumir como propios los prejuicios de sus mayores por pura inercia, o acaso también los de esa subcultura intrínsecamente machista y homófoba cada vez más extendida entre los jóvenes a través de estilos musicales muy conocidos por todos, y también de ciertos modelos de comportamiento juvenil que muchos conciben como alternativos o rebeldes contra lo supuestamente establecido, cuando en realidad es solo ignorancia contra lo que llaman despectivamente la dictadura de lo políticamente correcto, y en los que no falta, aunque sé que señalarlo puede resultar conflictivo sin los debidos matices para no caer en discursos generalistas que pueden llevar a confusiones, la cuota exótica de ideas y aptitudes de gente recientemente llegada de latitudes en las que la intolerancia contra todo lo que se sale de lo establecido sigue siendo la norma. Me refiero, por supuesto, tanto a aquellos llegados de países musulmanes como de esos otros hermanos de lengua y cultura donde el poder y la influencia de la religión católica, la misma que nos ha acogotado a los españoles durante siglos con su intolerancia intrínseca hacia todo lo relacionado con el sexo, permanecen intactos. Yo, desde luego, lo veo a diario entre los chavales que presumen de odiar a los que no son como ellos, en realidad a todo aquel que para ellos se sigue saliendo de la norma exclusivamente heteropatriarcal, porque eso parece ser lo guay de cara a la galería, lo que en una época de discursos y políticas a favor de la tolerancia parece antojárseles a ellos, sin lugar a dudas no precisamente los más espabilados de su rebaño, ir de verdad a contracorriente, insultar, acosar al diferente como probablemente han visto u oído en casa desde pequeños. Claro que también es verdad que ni son la mayoría, ni tampoco son los más listos del rebaño, como mucho los más ruidosos; pero, así y todo, suficientes para entender el motivo por el que los ataques a homosexuales entre adolescentes todavía hoy en día se repiten cada cierto tiempo.
En cualquier caso, una homofobia latente y en general vergonzante que gracias al concurso de la ultraderecha enarbolando la bandera de la libertad para poder decir o hacer lo que antes no se atrevían por miedo a ser
estigmatizados por el resto de la sociedad. Porque, puede que la mayoría no fuese consciente, pero nunca habían estado solos. Siempre ha habido una parte de la sociedad española que, a diferencia de la mayoría de los
homófobos vergonzantes, siempre ha estado orgullosa de sus ideas reaccionarias e incluso ha militado para difundirlas. Y no estoy hablando en exclusiva de toda esa carcunda alrededor de VOX, sino también de esa otra,
supuestamente más selecta, acaso solo más seria, que también se manifestó el pasado fin de semana en Madrid para celebrar el fallo de Tribunal Supremo de EE.UU contra el aborto encabezada por insignes personajes del PP como Javier Mayor Oreja o María San Gil. Llevan décadas militando contra lo que no dudan en calificar como la dictadura progre, esa que permite el aborto, los matrimonios entre homosexuales y, en general, todas las leyes a favor de la igualdad de género. Décadas de militancia en contra de la libertad de sus conciudadanos a no pensar como ellos y, sobre todo, a no vivir de acuerdo a sus prejuicios religiosos. Décadas a favor de la intolerancia y reivindicando la España en la que los suyos disfrutaron “la extraordinaria placidez” del franquismo, como bien confesó el ínclito Mayor Oreja en un arrebato de “extraordinaria sinceridad”. Estamos hablando, pues, de nuestros talibanes de andar por casa, los que añoran tiempos pretéritos de banderas victorias al paso alegre de su paz. Acaso cuatro gatos nostálgicos y arrinconados, o al menos eso nos gustaba pensar, que sin embargo llevan organizándose desde hace años al más genuino estilo de sus camaradas norteamericanos para influir en la sociedad más allá de la exigua representación que solían tener en las urnas.
Organizados como esos autodenominados “Abogados Cristianos”, los cuales utilizan todos los recursos jurídicos a su alcance, y también económicos, pues no estamos hablando precisamente de gente que pertenezca a la parte más
desfavorecida de la sociedad, para llevar a los tribunales todo lo que consideran un ataque a su religión, la mayoría de las veces a sabiendas de que la denuncia no llegará a ninguna parte, pero con un claro propósito propagandístico; que se hable de ellos y sobre todo que se les tema, pues, no olvidemos, vivimos en el país donde uno de los dichos más conocidos y asumidos es el de “¡Ojalá tengas pleitos, aunque los ganes!”.
Recapitulando, gente que hasta hace un par de días puede que solo nos provocara grima, pero que ahora, y no solo por el auge de VOX, sino por la progresiva y de momento imparable ultraderechización de discursos como el
propiciado por la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, han animado a mucha gente a reivindicar ya sin complejos esos prejuicios que mantenían más o menos en secreto, siquiera de puertas para dentro, hasta hace nada casi que con la boca pequeña e incluso pidiendo perdón por ello. Y de entre todos ellos la homofobia se me antoja el más significativo de lo que es una regresión paulatina pero imparable de las libertades, pues no hay libertad más auténtica y hermosa que la de amar a quien quieras y como quieras. Si se nos niega esa libertad se nos niega todo.
Pero, ¿realmente está en peligro dicha libertad? ¿Acaso el recuento de las agresiones homófobas que se repiten de continuo no es una especie de excepción que confirma la regla de, por lo general, la sociedad española es tolerante en su inmensa mayoría con la homosexualidad? Pues la verdad es que cuesta creer que sea la excepción cuando la exhibición del orgullo gay parece producir sarpullidos a muchos políticos de la derecha, los cuales, claro que siempre con los debidos subterfugios, borran la bandera gay de la estación de Chueca para colocar publicidad de una conocida marca de ropa, la retiran de los balcones de los edificios públicos, o convocan un concurso para remodelar una plaza como la de la Escandalera en Oviedo, para así ya de paso y a toda prisa retirar los bancos con los colores de la bandera arcoíris que había colocado el anterior gobierno municipal de izquierdas. Pequeños gestos de indudable hostilidad, pero insisto que siempre amparados en decisiones que en teoría no tienen nada que ver con los verdaderos motivos de fondo, que van calando poco a poco en la conciencia de esos homófobos cada vez menos latentes, los cuales van descubriendo cómo lo suyo tampoco está tan mal visto como creían. Así llegará, si es que no ha llegado ya, un momento en que alguien puede plantearse que la opinión de esos homófobos también merece un respeto, por lo que no tardarán en intentar imponernos no hacer o decir nada que pueda molestarlos dado que según su propia teoría, y sobre todo en esta época en la que todo vale independientemente de la razón moral o no del discurso, la democracia consiste precisamente en eso: carta blanca para que cualquiera diga o haga lo que le venga en gana siempre y cuando venga respaldado con los indispensables votos, incluso para acabar con ella.

Solo así se entiende que una televisión pública grave un especial de su programa Cine de Barrio para celebrar el Día del Orgullo y este sea desprogramado tal y como ha denunciado el actor invitado al programa Pepón Nieto. Se supone que para no molestar a esa derecha con la que el director del ente público ha llegado a un pacto a mayor gloria del bipartidismo borbónico. Una derecha que presume de moderación y defensa de las libertades de los ciudadanos al mismo tiempo que pacta con aquellos que amenazan con ponerlas en peligro. Una derecha en la que destacan individuos como Javier Maroto, un homosexual que en los años en que se tramitada la ley de matrimonio entre parejas del mismo sexo jamás levantó la voz para criticar a su partido por oponerse a ella, pero que luego, una vez aprobada, no solo no tardó en casarse con su pareja, y con toda la cúpula del PP que había votado en contra de la ley invitada al sarao, sino que incluso declaró años más tarde en una entrevista en La Otra Mirada, un suplemento del periódico El Mundo:  «Si todos los gais militasen por el cliché en Izquierda Unida, pues no habría los avances. Es más, seguramente, no habría ni matrimonio igualitario«. En fin, Javier Maroto, un verdadero Tío Tom del colectivo homosexual.

En resumen, sigue habiendo motivos de sobra para que el Día del Orgullo sea lo que ha sido desde el inicio, un acto esencialmente reivindicativo del orgullo de la comunidad LGTBIQ+ contra todos los prejuicios –y de ahí, por supuesto, el título de este artículo que tomo prestado de la famosa novela de Jane Austen- todavía tristemente vigentes entre una ciudadanía que puede no sea tan tolerante como presume ser. De hecho, basta mirar a nuestro alrededor, incluso a nosotros mismos, para percatarnos que, de alguna u otra manera, el rechazo instintivo de muchos, cuando no la simple incomprensión o el escarnio gratuito, siguen siendo la norma por muchas campañas que se hagan para evitarlo, o por muy grande que sea la turra que se dé todos los años y en casi todos los medios con motivo de del día que nos ocupa. Y por eso también llama la atención, y siempre para mal, los intentos de minimizar, cuando no de eliminar del todo para procurar incomodar a cuanto menos gente posible mucho mejor, el trasfondo reivindicativo del Orgullo con el propósito de reducirla a una mera fiesta folclórica más en el calendario y con fines exclusivamente mercantiles, tal y como llevan denunciando hace años diversas organizaciones LGTBIQ+ alarmadas por los intentos de apropiación del Orgullo por parte tanto de los políticos al mando o no, como de algunos miembros del propio colectivo para los que este día ya solo es una oportunidad como otra cualquiera para hacer caja y poco más. Ni más ni menos que lo que denunciaba este mismo año el partido mallorquín Més-Estimam Palma asegurando al consistorio del que forman parte de organizar un Día del Orgullo dirigido en exclusiva al turismo de la isla.

Txema Arinas
Oviedo, 28/06/2022

Sobre Txema Arinas 23 artículos
Escritor español (Vitoria-Gasteiz, 1969). Reside en Oviedo. Licenciado en historia y geografía por la Universidad del País Vasco. Ha vivido en Francia, Irlanda y Venezuela, y aprendió varios idiomas. En los últimos años ha trabajado como profesor de secundaria y además ha desempeñado diversos cargos en la empresa privada. Ha publicado las novelas Los años infames (2007), Gaitajolea (2007), Anochecer en Lisboa (2008), Euskara Galdatan (2008), Maldan Behera Doa Aguro Nire Bihotz Biluzia (2009), Zoko Berri (2009), El sitio (2009), Azoka (2011), Borreroak baditu hamaika aurpegi (2011), Muerte entre las viñas (2012), Como los asnos bajo la carga (2013), En el país de los listos (2015), Testamento de un impostor (2017), Historias de la Almendra (2018) y Los tres nudos (2019), y los ensayos Sabino Arana o la identidad pervertida (2008) y El imposible perdido (2012). Ha colaborado como articulista en el periódico Berria, las revistas Grand Place y Hegats, las revistas digitales Solo Novela Negra y Zubyah, de la asociación cultural Punica Granatum.

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