PACIENCIAS

Hace unos años que vivía con una mujer cuya hermana sufría un trastorno de la personalidad  que la llevaba a cubrirnos de abrazos cuando la visitábamos a media tarde en su pequeño apartamento del extrarradio, y a llamarnos puntualmente a la hora de la cena para descargar por teléfono y durante cosa de hora y media, una lluvia ácida de miserias  que a su parecer habíamos ido sembrándole a lo largo del tiempo. Las llamadas aparecían a mitad de una ensalada o un entrante, y al principio se afrontaban como un trámite.  Mi pareja dejaba el cubierto a un lado, se levantaba, conectaba el teléfono, el altavoz y lo situaba en la mesa a una distancia equidistante de los dos. Tras desearnos lo mejor y prometiendo no robarnos sino unos minutos, su hermana accionaba la apertura de las compuertas del infierno (o del alcantarillado) y creaba un pastel de carne cruda con varias capas de resentimiento, galleta caducada, golpe bajo y amenaza velada,  aderezado de un recordatorio de responsabilidades no asumidas. Cuando para dispersar la mente se me ocurría alargar el tenedor hacia una aceituna o un dado de queso, comprobaba que todo sabía a vinagre. La queríamos tanto (yo también) que no sabíamos manejar mejor el problema, así que aguantábamos el chaparrón de la mejor manera. Cuando terminaba la llamada, uno de los dos (¿importa cuál?) arrojaba el pastel (que por entonces ya ocupaba un cuarto de mesa) y los restos de una cena incomible a la basura, y con parsimonia fingida los bajaba al contenedor.

Si una cosa teníamos clara, es que no debíamos dejar que la situación nos hiciera más mella de la inevitable. Se nos ocurrió establecer un calendario para modificar de tanto en tanto nuestros hábitos respecto a esta sesión  de masoquismo mental. Cenar antes de tiempo no se contemplaba pues nuestros horarios no lo permitían y la propia llamada no lo aceptaba, adaptándose a las nuevas circunstancias y sonando antes de tiempo. Probamos a dejarla hablar sola en otra habitación, a taparnos los oídos, a deconstruir su enfermedad en el vano ejercicio de intentar descifrarla. Tres cuartas partes de la llamada eran lugares comunes, reiteraciones, boqueadas, golpes imposibles contra la puerta que conducía al mundo coherente. El resto era un uso desmedidamente cruel de la poca información que podía disponer, una serie de anzuelos en busca de carne y de dudas. Cada vez más efectivos, dicho sea de paso. Probamos a escucharla alternativamente para intentar soportarla mejor. Encendíamos la radio. Salíamos al balcón. Escenificábamos una renuncia. Pero en todos y cada uno de estos casos, la llamada y la voz insoportablemente lenta e insidiosa volvía a sujetarnos y a recordarnos la obligación de permanecer a la espera y escucha. En ningún momento quisimos ni pudimos confinarla, rechazarla o siquiera colgarla. AcaAún hoy no recuerdo quien se hartó primero, pero el sonido del estruendo que provoca algo que se viene abajo, ay, eso es otra cosa.

Hoy en día, a mucha distancia de aquella situación, sigo encendiendo un televisor que derrama sobre mi todo lo que previamente se ha callado en off,  y sigo escuchando las quejas de clientes solitarios que llaman a horas intempestivas pretextando que no les funciona su wifi, pero con la única finalidad de encontrar otro cubo de basura que haga el favor de escucharles. La paciencia es la auténtica fuerza de gravedad que sostiene al mundo.

O a mi mismo, que te cuento estas cosas mientras al otro lado del teléfono solo contesta tu respiración.

Texto: Jean Boucicaut.

 

 

 

 

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