
En el centenario del nacimiento que celebramos, de Miguel Delibes, no se me ocurre mejor homenaje que releer al maestro, esta vez, en segunda, tercera o cuarta lectura, con ojo crítico no disfrutón como las anteriores veces que lo hice, para intentar extraer el extracto puro de su prosa.
Miguel Delibes es para mí, escritor de cabecera desde muy temprana edad. No podría decirles que libro fue el primero que leí del maestro quedando cautivada para siempre por el lenguaje literario de una prosa poética exenta de alharacas con un recio castellano que huele a páramo, a campo, a pueblo llano tan hermoso como autentico.
Tengo para mí la conclusión de que don Miguel es hijo literario de otro don Miguel, Unamuno, para más señas, autor a quien también reverencio con pasión. En ambos, se da el amor por lo sencillo, por el pueblo llano al que escuchaban con oídos atentos para empaparse de su forma de expresarse y admiraban en su forma de vivir. Ambos amaron a la Castilla silente que muestra la desnudez de los campos, la soledad de los pueblos aislados entre una modernidad que ni entienden ni comparten.
Lo que ocurre es que Delibes era hijo de ese pueblo que caminaba. Amaba al mundo tranquilo, conservador de viejas y ancestrales costumbres que marcaba la naturaleza con el latido rítmico de los ciclos y el respeto a la vida natural y sencilla de los pueblos. Defendiendo las rutinas del campo, Delibes inventa el ecologismo. Contando como se trasmuta el paisaje, Delibes, hace más por la naturaleza que mil gritos destemplados. No es casual que varios de sus hijos hayan salido naturalistas y conservacionistas.
Si digo que Delibes es autor de personajes, incluyo la descripción del paisaje que en su obra es un personaje más…¡y qué personaje! las descripciones que nos hace de los lugares que habitan sus gentes son pinceladas impresionistas de una precisión absoluta, tanto que leyéndole me siento como ante un cuadro de Solana, deslumbrada por la luz cenital o por el sumidero de oscuridad de almas solitarias. En Delibes todo es personaje y todo es literatura. Es un escritor con territorio, como le definió con sabiduría César Alonso de los Ríos, cuando le conceden en 1982, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras junto a Torrente Ballester.
Quisiera romper una lanza por ese amor absoluto que tenía por el lenguaje del pueblo. Cuando entró en la RAE, en los primeros meses atascó a la magna institución con la cantidad de palabras que quiso introducir. Todas están en su literatura, todas se decían en los pueblos que le eran afines. Hasta que los doctos académicos le pararon los pies. No se puede mover de esa forma una casa que necesita años para dar paso a una nueva palabra. Don Miguel, debió sentirse bastante triste con el acontecer, porque él penaba por no perder vocablos que mucho nos tememos mueren con su forma de vida, con esa naturaleza, con esos pueblos (la España vaciada, la llaman ahora) que ha dejado caer su telón de sombras para olvido del resto. Y es lo que perdemos. Tanto la realidad de esos pueblos, de esas vivencias de caminos largos, de jornadas trabajadas, de madrugadas donde canta el mirlo y resuenan pájaros que posiblemente hayan perecido también como las palabras que los nombran. Porque cuando olvidamos el nombre de las cosas, estas mueren de inanición. Él mismo lo reseñó en su discurso de ingreso en la Real Academia, por cierto de los más bellos que se han escuchado en la docta casa, si me lo permiten. Como digo, afirmaba: “Me temo que muchas de mis propias palabras, de palabras que yo utilizo en mis novelas de ambiente rural, como por ejemplo, aricar, agostero, escardar, celemín, soldada, helada negra, alcor, por no citar más que unas cuantas, van a necesitar muy pronto de notas aclaratorias como si estuvieran escritas en un idioma arcaico o esotérico, cuando simplemente han tratado de traslucir la vida de la Naturaleza y de los hombres que en ella viven y designan el paisaje, a los animales y a las plantas por sus nombres auténticos”.
A Delibes se le ha acusado de escritor del régimen, de afín a la derecha, o insulto absoluto, al franquismo. Cierto es que en su primera juventud participó en la guerra civil en el bando nacional, quizá ni tan siquiera por ideología, simplemente pertenecía a la alta burguesía vallisoletana y por adscripción familiar luchó una guerra que luego denostaría. Reducir a Delibes a escritor de la derecha me parece triste porque fue y mantuvo durante su vida una actitud independiente, liberal (en la mejor adscripción de la palabra liberal) y critica, muy crítica con el sistema, en unos tiempos en que muchos de los que ahora proclaman su izquierdismo estaban mamando de las ubres franquistas. Delibes se enfrentó a Fraga Iribarne, cuando este era todopoderoso ministro de Franco, no lo olvidemos, denunciando la censura y la terrible Ley de Prensa que el fundador del PP, pergeñó en el franquismo y con la que fustigó cualquier crítica. Don Miguel dimitió de la dirección del Norte de Castilla por no doblegarse a don Manuel Fraga. También decirles que quien haya leído o visto la película de los Santos Inocentes y no desee levantar barricadas revolucionarias, no tiene sangre, porque pocas novelas han descrito la injusticia, la precariedad más absoluta como en esta novela en la que se describe a la familia de Azarías, Paco el Corto y Regula, a la gente humillada, pisada que con su sudor y sangre permite a los parásitos medievales, terratenientes por incapacidad de ser otra cosa, vivir cómo viven.
Esta conferencia no versa solo sobre Delibes escritor o sobre su obra general, sino que me ceñiré a los personajes femeninos de su obra. Como he dicho, Delibes repetía que él era “escuchador” antes que nada. Pegaba oreja a todo lo que se cocía a su lado. Escuchaba a todos y todas mientras caminaba, iban en autobús, tren o vivía en general. De ahí sacaba sus personajes. De ahí salían, los Azarías (veraneaba en casa de unos familiares de su esposa, terratenientes extremeños donde contemplaba con asombro a los aparceros, casi esclavos de un sistema feudal en
Las mujeres de Delibes no revolucionan, no destacan, y cuando lo hacen es para moscardonear con cierta molestia en el tranquilo discurrir de los días. La Desi, criada en la Hoja Roja, sencilla hija del pueblo que le dedica atención y cariño sin perder de vista su verdadero objetivo. El objetivo de muchas jóvenes de esos años y nos tememos que de los siguientes…incluso hasta ahora mismo: hacerse el ajuar, casarse, tener hijos y ya.
Así la retrata Delibes porque así eran muchas (no todas, claro está) las hijas del pueblo. Decentes por necesidad porque su honra era la dote que prestaban a la transacción matrimonial. Decentes ante todo, porque no serlo era perderse. Perder la joya preciada que las hacía valedoras de respeto: la honra. En la entrepierna de las mujeres de entonces (ay, nos tememos que de las ahora también…un poco) estaba el apellido, el buen nombre familiar, la imagen de la familia que descansaba en unos tenues hombros (y entrepierna, como hemos dicho)
La sequedad de la madre, de la esposa modélica, se nos muestra en doña Gregoria de La sombra del ciprés es alargada. Mujer ensombrecida, encerrada, sumida en sus labores, en el cuidado familiar y de los niños que acogía. En la misma novela tenemos el contrapunto de Martina, que pretende romper con el silencio opresivo del papel femenino y marcha en busca de aventuras, tornando al hogar, deshonrada y arrepentida demostrando que probar las alas es peligroso y nos puede perder.
Los dos personajes que dan el contrapunto al masculino, Cecilio, de Mi idolatrado hijo Sisí, Adela, la esposa sometida, humillada, fiel, encerrada y a disposición y expensas de un marido tiránico, y la amante, Paulina, que muestra también desvalimiento y humillación ante el hombre que la sostiene (es un decir) Ambas, la una en casa, madre amantísima, esposa devota. La otra, amante callejera, mujer perdida a la que ni se respeta ni se ama porque solo sirve para lo que sirve, nos muestran con la misma crudeza que en los Santos Inocentes, la terrible soledad de una sociedad patriarcalizada e injusta.
La Regula de los Santos Inocentes, abunda en lo mismo. Mujer silenciosa, que vive para cuidar a su prole, para mantener a los esclavos que sirven al señor a punto para el vasallaje. A la vez, cuida con amor y esmero a la Niña Chica, con sus aullidos de lobo enfermo, cortando la noche y el pequeño dispendio sexual que Paco el Corto la solicita y que ella niega, porque una mujer cuando es madre y más de un ser desvalido como la Niña Chica, no tiene más derecho que a cuidar y templar el horror de una vida esclava.
Regula es cuidadora de todos. De la Niña Chica, de unos hijos que cede a los amos a cambio de la casa con electricidad y ciertas comodidades, pero que vigila con la misma templanza de que no se la malogren. También cuida de Paco, de Azarías (el inocente…un hermano que mientras la hija de mi padre esté viva no le encerraremos) hasta que el desastre le encerró porque ya se sabe, los señoritos feudales tienen derecho a la vida y a la muerte de sus esclavos. Todo es suyo; dejan caer migajas de la florida mesa para que los siervos los recojan y agradezcan la dación como regalo. Regula se resigna y sigue su circular por la vida casi con lo mínimo: respira, come, duerme y poco más.
Dejo, con intención, para el final el personaje de Carmen Sotillo, la viuda solitaria que en el velatorio nocturno se suelta la lengua y saca de su cuerpo, cual exorcismo, toda la represión, las ataduras soportadas durante un matrimonio infeliz.
En primera lectura, nos solidarizamos con el pobre Mario, que yace silencioso como muerto que es, al que imaginamos soportando los desplantes y las ironías de esa furia desatada que es Carmen Sotillo. Casi imaginamos su pecho (poitrine) le llama ella, quizá porque piense que al decirlo en francés fuerza una elegancia que no tiene en español, como digo, vemos su exuberante pecho subir y bajar impulsado por la rabia ante el pusilánime de Mario que la corresponde con el silencio. Hoy muerto, quizá ayer, de vivo, igual de silencioso.
Le recrimina haber sido suave, pobre, estudioso, lector, escritor. Le recrimina no tener carácter y nos sentimos cercanos al pobre hombre que ha soportado estoicamente durante años a la mujer que eligió. Viviendo como él eligió. Siendo lo que él eligió…
Y ahí, es donde se nos desnuda una realidad dolorosa, ¿quién es Carmen Sotillo? ¿Qué ha hecho en la vida? Sabemos que Mario es profesor, escribió libros -no de amor como a ella le gustaría- por lo que entendemos que tenían cierto interés intelectual, en cambio Carmen, atendía la casa, vivía a expensas de un marido que no la gustaba nada, coqueteaba un poco en un Tiburón, como desquite a la negativa de comprar un coche de Mario, pero eso sí…juramentándose que mantuvo la decencia en todo momento. Porque nos volvemos a encontrar con la misma monserga: la honra. La honra femenina que debe ser guardada en cofre blindado para glorificar a la sociedad patriarcal en dónde las mujeres no somos nada, solamente guardianas del tesoro. Y como tal, Carmen detesta a Mario por pusilánime. Detesta el sexo “suciedades” lo llama, aunque en su desliz con el dueño del Tiburón pensamos que una fina línea podría haberse cruzado de no ser los tiempos tan oscuros y el anatema tan cruel. ACarmen, como a casi todas las mujeres decentes de la época, no la gusta el sexo, pero mucho nos tememos que es puro desconocimiento. Hablamos de los años cincuenta, sesenta, cuando el sexo en este país estaba supeditado al desahogo masculino y a la procreación. Para Carmen era suciedad porque la sumisión y la cultura patriarcalizada así lo sentían y así lo transmitía de generación en generación. El sexo es sucio, también es fuente de poder, porque quien lo ofrece pide a cambio seguridad, dinero, comodidad, y quien lo necesita ofrece todo eso a cambio de sumisión.
Quizá la Carmen Sotillo que conocemos y que nos resultó odiosa en una primera lectura con sus recriminaciones, mezquindades, si la contemplamos desde la humanidad, desde una mirada, no diría siquiera feminista, pero equilibrada veamos en ella un germen de rebeldía en forma de rabia por no ser más que el apéndice de un hombre que no amó (o quizá sí pero de forma solapada) y de una sociedad que la auguró desde el principio no ser nada más que una señora bien ajena a entidad personal, tan solo un mero reflejo de los logros masculinos. De ahí su rabia, a que fueran tan poco lustrosos, que proporcionaran poco brillo, poco donaire porque pensamos que Carmen Sotillo, de no haber padecido un patriarcado enfermizo que la contaminó hasta el tuétano, hubiera sido algo importante.
Algo así debió sentir Lola Herrera, a quien tuve el gusto de ver interpretar en su primera gira en el viejo teatro Cinema (por cierto, era mi primera obra de teatro, imaginen que estreno) cuando hizo catarsis interpretando esa obra que luego dio lugar a la película Función de noche, dirigida por Josefina Molina, donde Lola pasaba revista a su vida y emprendía el camino de la propia liberación, que perdonen ustedes, fue parejo al emprendido por muchas de nosotras.
Fueron los años en que empezamos a cuestionarnos nuestro papel en la vida, negarnos a ser mero reflejo del hombre, sombras chinescas de vidas masculinas. Tomamos vuelo y volamos como debió hacer Carmen Sotillos, como quizá hizo, en su viudedad, cosa que nunca sabremos porque para nuestra desgracia, el maestro Delibes, ya no está para contarnos.
Sé que hay muchos más personajes femeninos en la obra de Delibes que merecen atención, me he detenido en estos como reflejo del resto. Agradezco a la Biblioteca Central y a Alberto Peña Fernández, adjunto de Actividades Culturales, me den la oportunidad de hablar del maestro y a ustedes por su asistencia. Les invito a que entre todos/as conformemos un coloquio sobre la impresión de cada uno de ustedes sobre la obra de Delibes. Gracias por tanto.
María Toca©
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