Perú, que duele.

Soy mamá y mujer migrante que vive en España desde hace algunos años. Cada mañana, mientras voy al trabajo, quiero saber desde mi celular qué está pasando en mi país. Amo España, pero la nostalgia de la tierra es como un tatuaje en la frente.

Nací en Lima, una ciudad poblada mayoritariamente de gente que emigró de todas las partes del Perú. En mi país, la mayoría somos trabajadores precarios e informales. Desde la capital, un pequeño grupo de señores poderosos maneja al país a su antojo y beneficio, dirigen a los políticos y deciden qué noticias debemos ver en sus periódicos y canales de TV.

 

En la década de los ochentas, se vivió una guerra interna contra dos grupos terroristas que desaparecieron pueblos de los Andes y la Amazonía. Fue más doloroso  saber también que el ejército y las fuerzas del orden también eran responsables de las masacres a campesinos indefensos e inocentes. En Lima nos enteramos de todo cuando las bombas las ponían en nuestras narices. Nos lo contaban en canales de la tele que terminaron vendiéndose al dictador Fujimori y en un edificio de un distrito pituco.

No nos enterábamos antes ni ahora.

Desde diciembre del año que pasó, mi país vive una crisis política, con protestas y marchas día tras día, que pareciera no tener fin. Las primeras fueron en Ayacucho y los muertos también. Continuaron en Puno, Cusco, Arequipa e Ica, sumando más muertos, todos por disparos de la policía. En Lima parecía no dolerles la sangre de esos seres humanos. Muchos escribían desde sus redes y grupos de wasaps, «quién los manda a protestar», «son vándalos y delincuentes» , «son ignorantes que los manipulan»

Ayacuchanos y puneños lloraron y enterraron a sus hijos muertos, sus padres muertos y sus hermanos muertos. Su dolor se convirtió en rabia y viajaron hasta Lima, porque en sus regiones no se les oye y no se les ve, como si fueran invisibles. Miles se alojaron en las universidades estatales, pero los tanques del ejército derribaron las puertas de la Universidad Mayor de San Marcos, y detuvieron a decenas de personas humildes de Ayacucho, les quitaron sus celulares y los pusieron en el piso boca abajo. Detuvieron hasta a una mamá con su pequeña de siete años. A todos los llevaron detenidos y no les permitieron abogados ni intérpretes, porque en su mayoría solo hablan quechua. La rabia siguió creciendo, por lo que siguen llegando a Lima hombres y mujeres que ponen el pecho por todos, por los que estamos con ellos pero lejos. Hasta por aquellos limeñosos que desde sus redes se sienten valientes y no saben más que repetir epítetos como «terrucos», «comunistas», «ignorantes».

Valiente es esa mujer con polleras que pecha sola a un pelotón de policías. La gente de la derecha bruta y achorada, que desde sus cuentas sociales se indignan por una pared manchada de sangre pero no por la sangre, son los mismos que dicen amar al Perú pero solo lo usan. Lo usan cuando se registran en fotos para el Instagram, Facebook o Tik Tok, con alguno de sus paisajes hermosos, con su Macchu Picchu el Misti o el Amazonas, o suben fotos de la variedad de papas y que la gastronomía y blablabla…

La historia del Perú no se conoce y se siente por publicar un cartel que recuerda que el pisco es peruano, o que el ceviche es el plato bandera. Tampoco basta con tener buena memoria y recordar el curso de Historia del Perú. Hay que leer libros, hay que leer en la mirada de los peruanos más pobres y preguntarnos por qué sus vidas no tienen el mismo valor. ¿Cómo no compartir esa ira de tantos compatriotas que no tienen agua, desagüe y energía eléctrica, ni derecho a la salud y buena educación? ¿Cómo se puede pensar en un futuro cuando en tu país, en tu ciudad, aún hay jóvenes que trabajan encerrados con candados, como esclavos a cambio de sueldos miserables; les dan botellas de plástico para que orinen; y mueren de la forma más horrible en un incendio sin que nadie vaya a la cárcel por ello?

Siento tristeza, pero también creo que esta es una revolución que nos revela una pequeña esperanza: que a lo mejor un día el Perú sea un país donde todos seamos tratados por igual, sin que importe en qué ciudad nacimos, qué dialecto hablamos y cuál es el color de nuestra piel.

Mili Quiñones.

Peruana residente en España.

Sé el primero en comentar

Deja un comentario