Rafael

Recuerdo aquella guardia como si fuera ayer mismo. Me envolví en una manta y dormí en la cama supletoria que teníamos en el cuarto de médicos. Los pasillos estaban en silencio, un silencio marmóreo. Había una lucecita en la puerta de cada habitación. Las enfermeras iban y venían con unas pantuflas que apenas hacían ruido. Mientras, la quimioterapia iba cayendo en el cuerpo de aquel niño adolescente. Había tenido un tumor radiosensible en el cerebro y ahora tenía un linfoma de Burkitt en el abdomen. Probablemente todo había sido linfoma de Burkitt, pero desde la radioterapia craneal le había quedado una Diabetes insípida que obligaba, ahora que había que re-tratarlo, a estar tremendamente pendiente del manejo de los líquidos. Aquella guardia era un reto, porque su rostro joven tenía que aparecer de la misma forma a la mañana siguiente, sin cambios, sin edemas, sin una señal que invitara a pensar que había retenido ni 200 cc de agua. Al mismo tiempo no podía dormirse, porque constantemente estaba generando orina.

El silencio petrificaba los segundos. Caía la quimioterapia como una lluvia acida y dios no se mostraba por ningún lado. Aquel primer día de la vida de Rafael fue un día triunfal porque había sentido que la muerte sobrevolaba su cabeza. Eso dijo cuando en un impas se quedó dormido.

En la noche profunda imaginé personas bebiendo cervezas, bailando en pubs con luces mortecinas, caminé descalza por alguna habitación desnuda y acompañada. Cante canciones rock, oí música jazz, armé un puzle con miles de piezas y todo ello pasó en ese segundo que media entre la vida y la muerte.

Rafael era claro, casi transparente, y así siguió años después, cuando ya se hubo curado, cuando sus ojos azules me encontraron por la calle un día, después de cinco años, y sin mediar palabra se echó a llorar. La alegría.

Texto: María Alcocer

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