Regalar libros

Cuando alguien que me importa va a hacer un viaje le regalo este libro. Me gusta imaginar que en alguna parte un lector siente de nuevo lo que yo experimenté al leerlo. Es como reprogramar una alegría. el temblor que encuentras en algunas páginas que sin saberlo hablan de ti. Ese placer ajeno es el tuyo, el que te produce reconocerte en la novelista neoyorquina que en 1959 empieza a pedir rarezas inencontrables a un librero de Inglaterra y acaba dando al otro lado del océano con un corresponsal que le dura veinte años . Hanff no había estudiado y quería leerlo todo. Creía, como yo, que los libros debes comprarlos, que si no les concedes una biblioteca, un espacio real en tu vida, te volverán la espalda, no te contarán sus secretos. Por eso empezó a escribir a Fank Doel, y en cada carta se intuye el hambre que provocan algunos libros cuando oyes hablar de ellos y crecen dentro de ti como un sueño inalcanzable que pertenece a otros, siempre, solo, a otros…
He sentido muchas veces la necesidad de correr a la librería más próxima solo porque alguien me ha esbozado una trama en dos líneas de conversación. He sabido cuando una novela no se perdería nunca en una de mis mudanzas al leer su título y misteriosamente,algunos autores me han adivinado el pensamiento, han imaginado frases que he tenido en la punta de la lengua sin hallar el modo de pronunciarlas. A veces me he encontrado conmigo misma en las páginas de alguien a quien no conozco pero ese ese juego de espejos no me resulta siniestro. Es reconfortante pensar que estabas ahí y lo has sabido a tiempo, que no te has perdido del todo si alguien supo contarte y te hace permanecer ahí, sin tener ni idea de que no estaba hablando solo de sí mismo.
Hanff sentó las bases desde el principio. Ella, que era brusca, excéntrica y exigente, no fingió modales ni remilgos ante un interlocutor desconocido. Se presentó en la primera de sus cartas como una lectora pobre, amante de los libros antiguos y le espetó a Doel que pagaría como mucho cinco dólares por cada joya olvidada que pedía. Y así la guionista de crímenes, la judía bebedora y dispersa que vestía jerséis ruinosos, llenos de agujeros de polilla, y odiaba la ficción, la que no podía interesarse por lo que nunca ocurrió, se convirtió en una memorable criatura literaria, en una de esas mujeres de libro que se quedan contigo, como sus estanterías hechas de cajas de naranjas o la emoción que siente cuando abre un paquete y descubre que el mago del número 84 de Charing Cross Road le ha conseguido una edición tan hermosa que le parece mentira tenerla frente a ella a ese precio de ganga.
«Me encantan las notas en los márgenes: me gusta el sentimiento de camaradería que suscita volver páginas que algún otro ha pasado antes«, «el fantasma de su anterior propietario me señala párrafos»
Sí, yo he tenido también amigos espectrales, subrayadores de párrafos que sigo recordando gracias a ellos.
Su librero debió de amarla mucho, como se ama solo a quien comparte el mismo placer íntimo y culpable, ese que nos hace raros y orgullosos, ejemplares únicos de una especie olvidada. De adolescente creía que solo a mí me daban ganas de llorar al leer de pie, en una biblioteca, una frase de una novela que me había pillado desprevenida. Aspiraba el olor mohoso del papel, acariciaba las letras de algunos libros si eran doradas, solo entonces. Cómo debió de amar Frank, sin verla, a la mujer ruda que le pedía imposibles con tanto descaro, que le hizo recuperar su talento de olfateador de maravillas sepultadas por el paso del tiempo y las prisas de la novedades, su don para complacer a una lectora enfermiza, caprichosa, sí, pero también entregada, entusiasta, apasionada justamente por los mismos autores y títulos que él.
Nunca llegaron a conocerse. Él le pidió varias veces que viajara a Inglaterra pero Hanff buscó siempre pretextos para no hacerlo. A veces no tenía dinero y además odiaba los aviones. Cuando se decidió a coger el vuelo a Londres, Frank, el librero, había muerto. Y ni siquiera existía ya su negocio. Ella tuvo que dedicarle un libro, este, tan maravilloso como el cuento hecho de cartas de amor a la literatura que habían escrito a medias.
Patricia Esteban Erlés.

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