Tardes de infancia zamorana

En estas noches de invierno, recuerdo las tardes de infancia con mis abuelos en la capital zamorana. El frío atenazaba los pies, mientras la nieve se mecía en silencio sobre los hombros de los plataneros en la plaza de Viriato, que la acogían solidarios con sus brazos desnudos entrelazados.
Mis abuelos hace ya tiempo que pasaron a ser nieve o árbol, pero a veces, al calor de la memoria, el deshielo del olvido va llenando de vida los recuerdos.
Entre estos últimos, siempre hubo una historia que me fascinaba escuchar al abuelo. Se la oí contar dos o tres veces, porque nunca era buena idea remover la política en aquella casa. Después, cuando crecí, la nieve se apoderó de la memoria del abuelo, que se fue convirtiendo en árbol, y me fue imposible recuperar ese relato.
En el mundo al revés de julio de 1936, se condenaba por rebelión militar defender el régimen constituido democráticamente, lo que promovía alegremente la barbarie contra los jornaleros. Al menos 33 maestros fueron asesinados en la provincia (“Hay que barrer el Magisterio”, fue uno de los lemas falangistas; el Obispado, quien sentía que le habían usurpado su función educativa, era la punta de lanza de la campaña).
Zamora tuvo un famoso cura, Miguel Franco Olivares, que llevaba la camisa azul perfectamente visible bajo la sotana y se encargaba de confesar a los presos que iban a ser asesinados y redactar informes. Él mismo daría el tiro de gracia a más de uno.
Las estimaciones de represaliados van desde 2.000 a 6.000 (de los que solo 90 habían llevado a cabo un juicio) en una provincia que prácticamente no había opuesto resistencia al golpe.
La mayor de las sacas sucedió tal noche como esta, en la que hasta 31 hombres fueron fusilados en el cementerio de la ciudad. No se informó a la prensa de la matanza, y, como era habitual, la causa oficial de muerte fue un «intento de fuga».
En la historia de mi abuelo, que llegó a participar en la retaguardia de los sublevados, había un falangista que participó muy activamente en las sacas. Cargaba, uno a uno, a esos jornaleros, maestros, alcaldes… y los llevaba hasta un puente de la provincia, donde probablemente fueran apaleados o torturados y, finalmente, eran ejecutados y tirados al río. Recuerdo la cara de amargura de mi abuelo, contando cómo después de su hazaña aparecía el falangista, orgulloso de su carnicería, en el bar de su pueblo, con la camisa manchada de sangre.
La historia se fue convirtiendo en escarcha, cerrada y pobre como las cebollas de las nanas de Miguel Hernández, y nunca he sabido bien el nombre de aquel sanguinario, ni el puente sobre el que cometía esas salvajadas (en la provincia zamorana hay dos, y en los dos hubo el mismo nivel de represión). Lo que sí recuerdo bien era el final de la historia.
Cuando el hombre, ya de viejo, avistó que la muerte se lo iba a llevar, pidió que lo incineraran y, probablemente lleno de remordimientos, tiraran río abajo sus cenizas desde el mismo puente desde el que él acabó con las vidas de tantos.
En Madrid hay cerros que aún sangran balas bajo sus olivos heridos. Balas que la fuerza de la lluvia descubre, como escupían sangre del pecho los tuberculosos en las prisiones de la “longa noite de pedra”.
Balas como píldoras de memoria congelada, diminutas puntas de metal cargadas de historias perdidas en la sal del silencio, como hojas de nieve en el libro de los derrotados.
Balas desarmadas de memoria que hemos de desenterrar por fin, por todo lo que ya nunca sabremos.
Igor del Barrio
Grabados sobre la guerra civil, Castelao
Sobre Igor del Barrio 35 artículos
Periodista. Bloguero.Escritor

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