Un día de vida

Veo el techo, la parte alta de las paredes en las que cuelgan algunos cuadros y un gran armario. Sin gafas, mi visión es turbia y no sé muy bien dónde estoy. Me acabo de despertar y se filtra algo de luz por la persiana. Muevo el cuello ligeramente, pero el resto del cuerpo parece carecer de fuerza. No oigo nada a mi alrededor. Después de examinar minuciosamente lo poco que alcanzo a ver, creo que empieza un nuevo día. No tiene sentido para mí, sola y sin saber dónde estoy. Lo único que puedo hacer es pensar, dudar y hacerme preguntas. A pesar de mis desvelos no logro obtener ninguna respuesta, ni propia ni ajena, y eso me angustia. Intento relajarme cerrando otra vez los ojos. ¡Solo sé que estoy viva! ¡Creo! Y eso es lo que debo cuidar hoy.

Después de un rato aparece una muchacha joven, vestida de blanco, que me saluda cariñosa.

—Buenos días, Julia, ¿qué tal has dormido? —me dice, mientras corre las cortinas y levanta la persiana.

—Bien —respondo poco convincente, casi en un susurro imperceptible, sin saber quién es.

—Vamos a levantarnos y a desayunar. Hace un día precioso —me cuenta—. Ya sabes cómo hay que hacerlo. Pon tus manos en mis hombros por detrás del cuello y te ayudo a pasar a la silla de ruedas.

Es amable esta chica, tiene una voz dulce y me gusta que me diga el día que hace, sino no lo sabría. No sé quién será.

El esfuerzo necesario para pasar a la silla me duele y me agota, a veces pienso que no merece la pena. Me lleva al cuarto de baño y me sienta en la taza del inodoro. La miro entre interrogante y suplicante, y parece adivinar mis pensamientos.

—No me puedo ir, cariño —me dice—. Te podrías caer. Estate tranquila que luego desayunamos.

Una furtiva lágrima se desliza por la comisura de mis ojos. ¿Es que alguien puede orinar y hacer de cuerpo con alguien al lado vigilando? ¡Pues sí! Otra vez tengo que luchar por volver a la silla y a mi cuarto, ayudada por mi ángel bueno, allí me pone los pañales. Una vez aseada, vestida y peinada me enseña un espejo que muestra el rostro de una mujer triste, arreglada y muy bien acicalada.

—Sonríe, Julia —me pide, mientras me pone las gafas.

Sonrío y la mujer del espejo hace lo mismo. Me alegra verla reír. Ahora parece más contenta, antes me daba pena. Después de todo, quizás este sea un buen día, aunque queden pocos. Creo que lo lograré.

Otra vez tengo que afanarme para volver a la silla. Es muy fatigoso tanto trajín. En estos momentos siempre me planteo el sentido de tanto esfuerzo.

Desayuno en la cocina un café con leche, un yogur y un sobao. He quedado extenuada con el trabajo que he tenido que hacer, así que me lo dan todo a la boca. Está bueno. No tengo apetito, pero me gusta el café, me parece delicioso. Es una de las pocas cosas que me agrada mucho. Cada pequeña cucharadita es una dosis de gozo, un deleite en mi frágil, penoso y agotador día. También me gusta mucho el chocolate.

Vamos al salón; el ángel blanco me coloca en el sillón, entre cojines, y enciende la televisión, que comienza a farfullar de forma insistente.

—¿Has desayunado bien? —me pregunta.

—Sí.

—¿Quieres que te ponga la misa en la tele?

—Bueno.

Entra mucha luz por la ventana, debe ser el sol del día tan bueno que hace.

—Cuando el sol de la primavera caliente un poco, saldremos a la plaza —me dice la joven— y tomaremos un chocolate.

Miro de soslayo el balcón y pienso que podría estar bien sentir la caricia del sol en la cara, ya no me acuerdo de su ternura y siempre tengo frío. Y notar el estómago reconfortado. ¡Sentir, sentir! ¡Sentir que una está viva!

Me detengo con curiosidad en observar el salón en el que estoy. Un mueble con muchos libros, algunas fotos y algunas pinturas en las paredes.

—¿Por qué arrugas el morro? ¿No te gustan los cuadros? ¿De quién son?

—No sé.

—¿No lo sabes? Haz un esfuerzo para recordarlo mientras yo voy a arreglar el cuarto de baño y tu habitación.

Hay un retrato en la mesita, en blanco y negro. Es un hombre joven, perfectamente peinado, con el pelo hacia atrás, chaqueta y corbata. Tiene la mirada perdida. Una placa de reconocimiento del colegio de químicos. Un cuadro muestra el meandro de un río lleno de árboles y otro un bonito bosque. ¿Tantos libros, de quién serán? No reconozco nada. Una vez el médico me dijo que tenía microinfartos cerebrales. Debe ser eso.

—Ya estoy aquí, cariño —me dice la muchacha con su dulce voz. Me gusta oírla, es agradable y afectuosa.

—¿Sabes cómo me llamo? —me pregunta.

—No.

—Soy Alicia y estoy aquí para cuidarte. ¿Ya has mirado todo lo que hay en el salón? ¿Te gustan los cuadros?

—Sí.

—Son paisajes de tu pueblo. ¿Sabes quién es el hombre del retrato?

—No.

—Es tu padre.

—¡¿Mi padre?! —exclamo sorprendida.

—Sí, cariño.

¿Mi padre? ¿Dónde estará mi padre? Creo que me acuerdo de él. Sí. Era joven y atractivo. En cambio, recuerdo a mi madre siempre mayor. Percibo imágenes de una casa grande al lado del río, bombas y explosiones, y recuerdo a mamá llorando, pero no sé por qué.

—Hoy va a venir a verte Julita —me cuenta Alicia—. ¿Sabes quién es? Se llama igual que tú.

—No sé.

—Es tu sobrina.

¿Tengo sobrinos? ¡A quien Dios no le da hijos, el demonio le da sobrinos! ¿Cómo me habré acordado de ese refrán?

—¡Has sonreído! ¡Estás contenta con que venga tu sobrina, eh!

Alicia me incorpora en el sillón, pues me voy escurriendo poco a poco. La televisión sigue murmurando. Ahora salen animales constantemente.

—¡Te traeré la comida! Un puré y un poquito de pescado. ¿Por qué pones esa cara? ¿No quieres comer? ¿No tienes hambre?

—No.

—Sí, cariño. Hay que comer un poco. Está muy rico, ya verás.

No tengo hambre y comer se convierte en otro esfuerzo desagradable más. Cada vez me cuesta más tragar. Quizás hoy sea el último día de mi vida. Creo que no lo lograré.

—Venga, hazlo tú. Coge un poco de puré con la cuchara, yo te ayudo. ¡Traga! Así, muy bien. Un poco más. El pescado ya te lo doy yo. ¡Lo estás haciendo muy bien!

Mi mano temblorosa no acierta a coger más que un poco de puré que se derrama en el trayecto hasta los labios. Sorbo y apenas entra en la boca una pizca de la crema, y a pesar de ello me atraganto con frecuencia.

—Bebe un poco de agua —me dice Alicia, poniéndome el vaso en los labios.

Ya he terminado y ahora dormito en una siesta de la que desearía no despertar, entrecierro los ojos y dejo que mis pensamientos vaguen en un espacio semivacío. Me acuerdo de cosas sueltas y a veces aparecen recuerdos repentinos y efímeros que se me escapan, como si alguna neurona diese un chispazo imperceptible, pasando de una evocación a otra sin dejar rastro ni recuerdo.

Me distraigo mirándome las manos y apretando una pelotita. Son pequeñas, huesudas, arrugadas y tienen moratones. Me pierdo en los recovecos de sus sinuosas venas. Alicia me extiende una crema por ellas y me da cacao en los labios.

—¿Tienes hambre? Te voy a dar algo de merendar —me dice.

—¿No comemos? —pregunto.

—Ya hemos comido, cariño. Ahora tomarás un yogur y unos trocitos de fruta. Y luego vendrá Julita. ¿Quieres ir al cuarto de baño antes?

—Sí.

Otra vez el esfuerzo de incorporarme. No sé si merece la pena. Es agotador. No necesitaría ir, puedo orinarme en los pañales, y a veces cuando estoy fatigada lo hago, pero me parece humillante y procuro ir al baño.

Ha venido una muchacha muy amable que me ha dado un par de besos, me ha acariciado y me habla con afecto. Me cuenta muchas cosas. Me he enterado de que tengo un hermano que debe ser su padre y está bien de salud. Hay otros sobrinos de los que me trae recuerdos. ¡Es curioso! Hay otra vida ahí fuera de la que no tengo ni la menor idea. Es guapa y risueña. Me mira con dulzura. Me hace preguntas. Respondo con monosílabos y a veces me encojo de hombros, pues no entiendo la pregunta ni conozco la respuesta. Cuando insiste en interpelarme me angustio y cesa en su actitud.

Me ha dicho quién es y me parece reconocerla, pero no la recuerdo. Solo puedo gozar de su buen trato y pensar que debe ser alguien que me quiere.

Únicamente puedo vivir el presente. No sé nada de mi pasado y no tengo futuro. Mañana seguramente no me acordaré de nada de lo que he aprendido hoy. Estoy muy cansada, entorno los ojos, solo tengo ganas de dormir.

—¡No te duermas, eh! —me dice Alicia—. ¡Tienes visita!

—Me voy a ir —comenta Julita—, para que cenes y luego te puedas acostar.

—¡No, no te vayas! —le digo frunciendo el ceño en un mohín ansioso.

—No te preocupes —me contesta—, volveré a verte.

Después de cenar e ir al baño me meten en la cama. Todo pasa despacio, lentamente, sin prisa. Cuando ya estoy acostada musito débilmente:

—¡Creo que lo he logrado!

—¿Qué has logrado, cariño? —me pregunta el ángel blanco.

—¡Vivir un día! —contesto mientras cierro los ojos.

Veo el techo, la parte alta de las paredes en las que cuelgan algunos cuadros y un gran armario. Sin gafas, mi visión es turbia y no sé muy bien dónde estoy. Me acabo de despertar y se filtra algo de luz por la persiana. Creo que empieza un nuevo día.

 

©ALFONSO GARCÍA ARANZÁBAL

De mi libro “La Casa del cedro

2 comentarios

  1. Que linda historia, y una linda historia que ha llegado a calzar alguna vena… No tenía espectativas muy grandes, pero realmente me ha emocionado tu relato, y soy bastante de pasar de estos textos ya que de 10 , tal vez 0,5 sabe lo que escribe y lo demuestran en sus 3 primeras líneas… Pero lo tuyo fue una progresión de viviencias ajenas que aparecieron instantáneamente junto con la emoción adecuada… Te felicito, y te agradezco! Saludos!

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