Verano del 61

El verano de 1961 en Santander, Salvador, lo pasó estudiando duro, sobre todo dibujo y matemáticas; pero no dibujo artístico, si no una parte del dibujo industrial denominada geometría descriptiva que trataba, de forma fundamental, la representación de objetos y piezas industriales en tres dimensiones. Esta parte de las asignaturas del Curso Preparatorio de Peritos Industriales se le había atragantado sobremanera, pues a la nula preparación colegial en el tema, se unían, su dificultad para imaginar los objetos espacialmente y la dureza que a la asignatura imponía el profesor, “el Mashi”, apelativo que pronto supo no era la derivación cariñosa de Maximiliano, si no la libre versión  de “el más hijo de puta “, dado su regodeo en demostrar la ignorancia del alumno, y en examinarles de materias que no se habían explicado en clase. De todos modos, aunque los exámenes hubiesen versado sobre lo explicado, los resultados hubieran sido los mismos, pues la velocidad de sus explicaciones en la pizarra hacían abandonar la toma de apuntes a los pocos minutos de trazar las primeras líneas, para lo cual se ayudaba de un fino cordel impregnado en tiza, que luego apoyaba en el encerado, para con gran habilidad, asir el cordel con los dedos sobrantes, suspenderlo en el aire durante un instante y dejarle golpear contra el encerado. En breves instantes, ya había más de treinta líneas trazadas, cruzándose una con otras. Todo ello a la voz de “pero si es muy fácil” que entonaba de forma nasal y dejaba escapar por la comisura de los labios.

Era un individuo, bajito, de piel muy blanca, labios finos, ojos y nariz aguileños, cejas igualmente finas y el pelo negro ondulado, casi rizoso. Gustaba de vestir trajes oscuros, generalmente azul, con chaquetas de botonadura cruzada, tapando parcialmente una camisa blanca impecable y la corbata a rayas oblicuas, una veces rojas y blancas, y otras azules y blancas. Los deseos de “asesinarle” habían pasado por la mente de la mayoría del alumnado, sobre todo en el instante clave, al final de la lluvia de líneas, cuando uniendo los puntos de intersección de varias de ellas surgía de forma mágica, la figura de un hexaedro, un pentaedro, o la figura de la pieza de una máquina, y él se situaba delante, como el artista ante su lienzo, ocultando parcialmente el milagro. En ese instante, los mas rápidos en la toma de apuntes, Salvador ya había abandonado mucho antes, que a duras penas habían llegado al final de la explicación, le pedían que por favor se apartase un poquito para completar la toma de apuntes. Cosa que hacía de forma muy breve y comenzando ya a borrar lo dibujado. Este era el momento exacto, en el que los más rápidos en la toma de apuntes, se hubieran abalanzado sobre él, cual leones, y hubieran clavado sus colmillos en su garganta, apagando trágicamente la muletilla final “pero si es muy fácil” expresada de forma nasal y un tanto burlona.

 

El Curso Preparatorio, como su nombre indica, era un curso de preparación intensiva tres asignaturas, matemáticas, física y química, y dibujo industrial, para los alumnos que solo tenían estudios de bachiller elemental y su revalida, estudios estos de mas contenido humanístico que técnicos. Se pasaba de estudiar religión, latín, ciencias naturales, francés, formación del espíritu nacional, matemáticas, lengua y literatura, y dibujo artístico, a solo las tres asignaturas citadas.

Por todo ello, y ante la ausencia de libros de texto apropiados, Salvador, con notable esfuerzo económico de su familia, contrató unas clases particulares de matemáticas y dibujo industrial durante el verano. Como el calor y la humedad eran grandes en la época estival, el horario de las clases se estableció de las 19 a las 21 horas. El profesor, un de la  antiguo alumno de la Escuela Técnica, era la antítesis de los  profesores oficiales. De físico imponente, alto, muy alto. Rostro cuadrado. Cejas negras muy pobladas. Ojos igualmente negros, de mirada directa, casi fulminante. Pelo negro, muy corto, casi rapado, que le daba un aire de niño grande travieso. Figura de atleta, que cultivaba en un gimnasio local de fama culturista, probablemente el único de la época en Santander. Sus manos grandes y peludas, aunque cuidadas, con las uñas cortadas al ras, daban un cierto respeto al manejarse cerca del rostro del interlocutor. Sus ademanes eran toscos. El vocabulario, directo y grosero, bordeaba la blasfemia, cuando no caía en ella, según algunos. Si alguien anteponía el señor a su nombre, era fulminado  con la mirada, y una mueca contraía el mentón, antes de decirle: “muchacho, me llamo Luis, Luis Gárate. Me tienes hasta los cojones con tanto don, o señor. No te doy dos hostias, porque difícilmente aguantarías una. Así que no me vuelvas a llamar Don Luis, ni señor, ni cojones; o mejor, mira, te vas a ir de clase y vuelves mañana”.

A continuación seguía con la clase con toda normalidad, diciendo. “Lo que sí quiero es que cuando pregunte si habéis entendido la explicación, no afirméis que sí con la cabeza si no lo tenéis claro. Me interrumpís, si hace falta, y me preguntáis lo que no hayáis entendido, porque si no, yo continúo y estamos perdiendo el tiempo, cojones, vosotros y yo. Tu, de qué te ríes gilipollas,-interrogó al que estaba junto a Salvador- porque si he dicho algo gracioso, me lo dices, paramos la clase, nos descojonamos todos un rato, y luego seguimos”.

«Perdona, Luis, pero no me he reído de nada que hayas dicho”-contestó el aludido.

-¿Ah, no? Entonces te estás riendo de mí. ¿Qué pasa, tengo monos en la cara o qué? Porque si te estás riendo de mi, salimos a la calle y lo resolvemos como hombres, gilipollas. ¡Anda, mejor cállate, porque no tienes ni media hostia!- Le espetó, volviéndose de espaldas y continuando la exposición sobre la pizarra.

Luis, tenía un profundo desprecio por las personas físicamente poco desarrolladas. Mas profundo aún, lo sentía, por los intelectuales y todo lo que oliese a cultura. Uno de los días, se enzarzó en una discusión con Salvador, que gustaba de llevar el pelo bien peinado, adornado en la frente con un pequeño tupé y un toque de colonia Lucky.

-¿Tú, a que hueles?- le preguntó Luis, nada mas entrar en clase- Te das colonia como los maricones. ¿Qué colonia es  esa?- insistió.

-Lucky- le contestó, seco, Salvador.

-¿Y el pelo? El pelo te lo has teñido de rubio ¿O qué cojones?

-No, es que me lo acabo de lavar- dijo Salvador sin ganas de polemizar.

-Te lo acabas de lavar, eh.-Y  sin venir a cuento, añadió- ¿Tu escribes en la revista de la Escuela, no? “Nueva Aula, se llama, creo. ¿Y qué cojones escribes?

-Artículos, relatos, poesía…- le contesto Salvador, sorprendido de que le interesase lo que escribía.

-¿Poesía? Y te perfumas. Lo dicho, eres maricón perdido. Los hombres, tiene que oler al sudor del trabajo o del gimnasio, no a perfume de los cojones como los mariquitas.-

Se dio la vuelta para comenzar la clase sobre la pizarra. Pero momentos después, se volvió hacia Salvador para decirle:

-Bueno, pues no vuelvas por aquí oliendo a perfume, y lo mismo le digo a los demás, porque así no hay quien cojones de la clase. No se puede uno concentrar con ese olor a flores. ¿Entendido? ¿Vale?-afirmó, más que preguntó.

-No huele a flores, Luis. Es una colonia fresca. Es Lucky-

-Bueno, pues será lo que quieras que sea, Lucky o cojones; pero me molesta para dar la clase y el piso es mío. ¿Te enteras “poeta”?-

-Vale, vale, Luis, vendré sin bañarme-

Cortó Salvador para que las cosas no fuera a mas y continuara con la clase, mientras los demás alumnos hacían verdaderos esfuerzos para no reírse y se tapaban la boca con el cuaderno de apuntes.

El profesor, Luis Gárate, tenía una buena cabeza para las ciencias exactas, de hecho daba clases de matemáticas, resolviendo ecuaciones, derivadas e integrales con inusitada rapidez. Gustaba de resolver todo reduciendo las operaciones complejas a una sola incógnita, método que también aplicaba a las personas, pues la complejidad de las mismas la resolvía, con los epítetos de “gilipollas” o “maricón”. Así era todo más sencillo, para su mundo unidimensional. Pero como a Salvador y sus compañeros, lo que les importaba ese verano era aprender de forma rápida los principios de la matemática superior, toleraban los excesos verbales del profesor. Lo principal era dotarse de unos buenos apuntes de la materia, con problemas resueltos, para en septiembre lograr aprobar la asignatura. De todos modos, Salvador, recordó la anécdota  que le habían contado, sobre la mesura del comportamiento de Luis cuando entre sus alumnos se hallaba una mujer: “En cierta ocasión teniendo una pequeña trifulca con un alumno, mandó salir de clase a la única alumna existente para que no escuchase los improperios que iba a dirigir al alumno; pero terminada esta la mandó entrar disculpándose ante ella diciéndola: perdón señorita, pero la he mandado salir para que no tuviera que oír, que este cabronazo,-dijo señalando a un alumno- me tiene hasta los cojones y que en cualquier momento le voy a tener que dar un par de hostias”.

El profesor, Luis Gárate, quizás molesto por los embriagadores efluvios de la colonia de Salvador, dio por terminada la clase antes de la hora acordada y siendo aún las nueve menos cuarto de la noche, Salvador, bajó los peldaños de madera, del domicilio del profesor en la céntrica calle de Isabel la Católica. Una calle corta, de pronunciada pendiente, muy “pindia” como gustaban denominar los santanderinos a las pendientes elevadas. Comenzaba frente al Teatro Gran Cinema y terminaba pocos metros arriba, en la confluencia de la calle Cardenal Cisneros, conocida también como calle de la Concordia, y atravesando previamente la calle  Magallanes.

Como era agosto, aún quedaba casi una hora de luz natural, antes de que anocheciera, Salvador, se dejó deslizar cuesta abajo, hasta el comienzo de la calle en su confluencia con la calle Burgos, dejando atrás la singular fachada del Teatro Gran Cinema y encaminó sus pasos por la calle de Burgos, como hiciera diariamente durante sus años de estudiante en el colegio San Agustín. Pocas novedades arquitectónicas y paisajísticas se habían producido desde ya tan lejanas fechas, salvo que ahora, los aromas de la perfumería de su antigua admiradora, Alicia, se mezclaban en extraño maridaje con los emitidos por un restaurante y asadero de pollos, denominado “El Navío Montañés”, Junto a la puerta habían instalado un horno rotatorio donde decenas de pollos ensartados en barras de acero giraban con lentitud, mientras eran asados por las llamas de múltiples quemadores de gas butano. La mezcla de olores tan dispares producía un nuevo y singular aroma, con ciertos toques de bazar árabe y mercado de especias indio. Alicia, ya no estaba allí, en la puerta de su perfumería, para obsequiarle con la mejor de sus sonrisas. Así que, Salvador, apresuró el paso para encarar la ascensión de la cuesta de la calle Alcázar de Toledo, a los pies mismos de su antiguo colegio de San Agustín, que tantas veces subió,  camino de su casa en la calle Alta. Salvador, terminó  de ascender el tramo final de la cuesta y giró a la derecha, frente a   la fábrica de cafeteras Alva, el tostadero de frutos secos de Modesto Cabello, y el Colegio, por aquél entonces solo de niñas, de las Hijas de María, mas conocido como de la Purísima Concepción. A pocos metros de este, observó un gran tumulto de gentes, situado en el centro de la calzada, interrumpiendo el escaso tráfico existente en aquel anochecer de primeros de Agosto.

-¿Qué ocurre? ¿Ha habido algún accidente?- preguntó Salvador, a una viejita que no paraba de santiguarse.

-No, que va, joven. Es Conchita, la vidente de Garabandal, que ha caído en éxtasis y está hablando con la Virgen María.-contestó la viejecita sin dejar de santiguarse.

Salvador, esbozó una ligera sonrisa, que molestó a la viejecita.

-No se ría usted joven, que el asunto de la Virgen no es para reírse. Hasta un Ministro del Gobierno ha ido a Garabandal a rezar, fíjese.-remachó la viejita contrariada.

El ministro al que aludía la viejita no era tal todavía, lo llegaría a ser años mas tarde, Ministro y Presidente del Gobierno, con Franco y con el Rey Juan Carlos I, pues se trataba del señor Arias Navarro, por entonces Director General de Seguridad, cuyos brazos habían acogido a una de las niñas videntes, evitando en un éxtasis su natural desplome al suelo.

En torno a la vidente, Conchita, que yacía en medio de la calzada de rodillas y con los brazos en cruz, se había formado un numeroso grupo de personas, especialmente viejitos y viejitas y unos pocos niños, dada la hora, que rezaban en voz alta el rosario. Salvador, sorprendido, se quedó a observar. La vidente, con las rodillas hincadas en el adoquinado, se hallaba estática, con los ojos muy abiertos y elevados al cielo. Una mujer, tocada con un pañuelo negro en la cabeza, pasó una mano por delante de los ojos de la niña vidente, que ni pestañeó. Lo que dio pie  a la mujer para gritar ¡milagro! ¡Milagro!, mientras otras personas competían por tocar las manos extendidas de la niña vidente.

Unos trescientos metros calle arriba en una pequeña loma, se hallaba el Cuartel de la Guardia Civil .El guardia de la puerta, oyó los gritos y situándose en el centro de la calzada vislumbró el cúmulo de gente entorno a Conchita, la vidente, por lo que presto avisó al Comandante del Puesto, que alarmado desplazó hasta el tumulto a dos guardias civiles, un cabo y un número, para que le informaran de lo que ocurría y con órdenes tajantes de disolver a la multitud por las buenas o por las malas y detener a los organizadores del tumulto.

A paso ligero, los dos guardias desplazados, se acercaron hasta la gente, que ya sobrepasaban las cincuenta personas.

-¿Qué carajo “paza” aquí? ¡Venga, ya están circulando!-gritó el cabo, con indudable acento andaluz., al tiempo que se abría paso en el corro de personas entorno a la vidente.

-¡Abran, abran “pazo” a la autoridad!- gritó de nuevo el cabo, mientras el número que le acompañaba apartaba a la gente arremolinada.

La niña, ni se inmutó, sin interrumpir  su éxtasis. Fidelín, el taxista del pueblo de Cosío que  había trasladado a Conchita a Santander para declarar en el Obispado ante la comisión formada al respecto sobre las apariciones de la Virgen, dirigiéndose a los guardias, llevándose los dedos a la boca, les rogó silencio o al menos que bajasen el tono de voz.

-Chisst…un respeto, señor guardia, que la niña está en éxtasis hablando con la Virgen- dijo Fidelin a los guardias, parándoles en seco.

-¿Qué sintaxis,  o que ocho cuartos?-bramó el cabo-¡No se puede ocupar la vía pública sin el permiso pertinente de la autoridad, coño!- gritó autoritario.

-Es lo que ha querido la Virgen, señor Guardia- dijo una viejita santiguándose, y añadió- la niña está hablando con la Virgen, y para hablar con la Virgen no se necesitan permisos de la autoridad. Lo quiere Ella así y basta.

La  gente murmuró, molesta con la intervención de los guardias. El cabo, al notar el cariz que tomaba el asunto, se dirigió en voz baja al taxista para decirle: mire, estas cosas de la Virgen hay que hacerlas en su sitio natural, no en medio de la calzada. ¿Me entiende, buen hombre?

-¿Y cual es su sitio natural?-preguntó Fidelín.

-Pues el sitio natural- contestó el cabo, rascándose la cabeza por debajo del tricornio- es una cueva, o mejor, una iglesia, usted ya me entiende. Así que dígala que acabe la “sintaxis” esa, y la traslada usted a la Parroquia, más abajo-

-¡Éxtasis!- le corrigió el taxista.

-Bueno, éxtasis o lo que sea. Yo le llamo tumulto e invasión de la calzada, así que se coge usted a la niña, la mete en el taxi y se van cagando leches a la Parroquia-

La Parroquia, situada a unos trescientos metros calle abajo, no era otra que la de Nuestra Señora de la Consolación, si bien en su fachada principal, en lugar de la Virgen de la Consolación, lucía una escultura de piedra, a tamaño natural, del Apóstol San Pedro, con las llaves de las puertas del cielo en la mano.

-Pero hay que esperar a que termine el éxtasis, no se la puede cortar así por las malas-argumentó el taxista.

-¡Qué carajo!-gritó el cabo-Vaya usted junto a  ella y dígale muy bajito, al oído, que vaya terminando-

Fidelín, se acercó a Conchita, la vidente, que continuaba arrodillada en los adoquines, con los brazos en cruz y la mirada fija alzada hacia el cielo, y le susurró al oído: “Conchita, dice la autoridad que puedes seguir el éxtasis en la Parroquia de Consolación”.

La vidente, ni se inmutó, pues sabiendo que hasta el propio”Ministro de la Gobernación” bajaba la cabeza ante la Virgen, no iba ella a arrugarse ante un simple cabo de la Guardia Civil. Así que decidió continuar extasiada un buen rato.

La gente reanudó el rezo del Santo Rosario, que había sido interrumpido por los gritos del cabo.

Salvador, decidió esperar para ver en que quedaba todo aquel espectáculo.

El taxista, se acercó al cabo y le dijo para tranquilizarle: “no se preocupe usted, que creo que ya   enseguida termina”.

-Ah, si es así esperamos un poco-

Dirigiéndose al número que le acompañaba, le ordenó que regulase el inexistente tráfico de vehículos.

Conchita, la vidente, con las rodillas hincadas en los fríos adoquines de la carretera continuaba con los brazos en cruz y la mirada fija, elevada hacia el cielo. Vestía una blusa blanca y una falda plisada con cuadros escoceses, que se deslizaba por el suelo con gran compostura. Para acudir a la llamada de la Comisión Episcopal, se había hecho cortar sus largas trenzas, y ahora lucía un pelo muy corto, semejante al de los chicos, que aniñaba mas su figura, remarcando su natural y sencilla belleza, dando una aureola de santidad a sus éxtasis.

Repentinamente, se irguió. Se santiguó por tres veces y exclamó: ¡Gracias Señora, se hará como vos decís!.

El gentío, paró de rezar y exclamó al unísono: ¡Milagro! ¡Milagro!.

El taxista aprovechó el momento para introducir a la vidente en el taxi y arrancando el coche, le puso la primera marcha, avanzando muy despacito, con la mayoría de los fieles detrás, en singular procesión en dirección a la Parroquia de Consolación.

Los guardias, dieron media vuelta y paso ligero, tal como llegaron, regresaron al Cuartel para dar el parte de lo acontecido al Comandante del Puesto y con la misión cumplida.

Salvador, había presenciado todo, entre sorprendido e incrédulo, pues aunque llevaba de forma pasiva su ateísmo, le pareció todo aquello profundamente surrealista; máxime después de la jornada de estudio, tan plagada de exabruptos, que había tenido y con una asignatura tan poco dada a lo místico como era la matemática. Así que cerró tan peculiar día dirigiéndose a su casa, en el número 59 de la misma calle del éxtasis. El sol ya se había ocultado y las primeras sombras de la noche se cernían sobre las casas, débilmente alumbradas por las escasas farolas que luchaban por expandir su luz entre las copas de los numerosos plátanos silvestres que adornaban ambas aceras de la calle.

 

 

F I N

Sobre Jesús Gutierrez Diego 32 artículos
Ingeniero Técnico Químico. Nacido en Santander, residente en Las Palmas de Gran Canaria. Escritor. Recibe diversos premios en relato tanto infantil y juvenil como adultos. En 1971 publica con Isaac Cuende el libro de poemas "Carne Viva" como consecuencia es procesado en Consejo de Guerra y cumple año y medio de condena. Sigue publicando y recibiendo premios diversos.

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