COMED Y BEBED MALDITOS,  Y CALLAD, SOBRE TODO CALLAD

 

 

 

El reciente fallecimiento del afamado periodista Jesús Quintero, probablemente uno de los mejor entrevistadores de toda la Historia de la radio y la televisión en España, ha sido motivo para recordar, tanto uno de sus más celebrados editoriales televisivos en el que despotricaba con su elegancia e ironía habituales contra el elogio de la ignorancia que, según él y también un servidor, se ha instalado en nuestra sociedades desde hace varias décadas, como por el episodio, profusamente difundido a través de las redes sociales, sucedido durante una conferencia en la facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de Málaga en el que Quintero arremete ostensiblemente contra el periodista Carlos Alsina, conductor del programa matinal de Onda Cero. En dicho episodio Quintero criticaba sin pelos en la lengua la tendencia de la televisión y los medios actuales a ofrecer única y exclusivamente entretenimiento en lugar de información y cultura. Aseguraba Quintero que la calidad televisiva se encontraba por los suelos por culpa de unos directivos que habían descubierto que podían hacer grandes audiencias ofreciendo basura, o lo que es lo mismo, una televisión cuyo único objetivo es entretener al respetable con chismorreos de todo tipo y, sobre todo, agitando las más bajas pasiones del pueblo llano, cuando más bajas mucha más audiencia. Por el contrario, el periodista Carlos Alsina le replicaba que él era un dinosaurio de los medios, alguien incapaz de reconocer que su tiempo ya había pasado y que la radio y la televisión que se hacían ahora respondían a otros intereses del público que nada tenían que ver con los de su época. A su vez, Quintero, ya elevando el tono e incluso incorporándose de su asiento para dirigirse a Alsina en tono no tanto amenazante como apabullador, le acusaba de ser un mal compañero y peor profesional, un esbirro de sus directivos y, sobre todo, uno de los principales culpables de que la información en España se hubiera convertido en un editorial continuo a servicio de la ideología del emporio comunicativo de turno.

Por desgracia, Alsina tenía razón cuando le reprochaba a Quintero que era un dinosaurio de la comunicación, alguien al que se le respetaba y elogiaba por lo excelso de su trabajo en el pasado, programas míticos que varias generaciones tenemos en la retina de la memoria y entre los que destacan entrevistas memorables a los personajes más conspicuos y no de la sociedad española de la época, los cuales además ya son verdaderos documentos históricos para el estudio de la España desde la muerte de Franco hasta nuestros días, pero al que se le consideraba no apto para el tipo de periodismo que triunfa ahora en la radio y en la televisión.

¿Y por qué no era ya apto Quintero? Pues porque lo suyo requería una predisposición por parte del oyente o el telespectador consistente en querer saber, entender y sobre todo escuchar el testimonio de personas, o ya solo ideas e incluso emociones, que podían hacerle reflexionar sobre un montón de cosas en los que probablemente nunca antes había reparado porque su día a día iba por otro camino, es de suponer que por el de ganarse el pan de cada día de la mejor manera que pudiera como la inmensa mayoría. Esa predisposición exigía un mínimo esfuerzo intelectual que la televisión de nuestros días, mucho más que en la radio donde todavía se pueden encontrar oasis de verdadero periodismo, parece haber desechado por principio. Al contrario, la televisión de ahora, incluso buena parte del resto de medios, parece empeñada en no molestar al telespectador bajo ningún concepto con cualquier cosa que, por lo que sea, pueda exigirle un esfuerzo de atención, no digamos ya de comprensión, el cual, y de nuevo por lo que sea, lo obligue a replantearse ciertas cosas, siquiera ya solo a formarse una idea propia sobre el asunto en cuestión.

De ese modo, y como los gurús de la cosa, enseguida se dieron cuenta de que los programas del corazón con los que rellenan sus parrillas televisivas solo llegaban a un sector de la población muy determinado socioculturalmente por muy amplio que sea, se imponía encontrar la piedra filosofal con la que poder mantener todo el tinglado sin renunciar a su objetivo de impedir a toda costa que la audiencia pudiera sentirse obligada a pensar por sí misma como consecuencia de una programación en la que se la obligara a conocer cosas que desconoce, a escuchar testimonios ajenos que les hicieran ver que el mundo es más ancho de lo que hay alrededor de su ombligo, incluso a aprender cosas que ellos jamás se habían planteado que podían existir. Entonces descubrieron que los programas de cocina no solo servían para rellenar las franjas del mediodía con cocineros del tipo de Karlos Arguiñano, que lo mismo que te enseña a hacer una merluza en salsa verde te cuenta un chiste del mismo color. ¿A quién no le gusta comer? A todos. Pero, sobre todo, ¿qué puede haber de polémico, de subversivo incluso, en una musaka de berenjenas? Nada, absolutamente nada. Alrededor de una mesa de cocina, de unos fogones, se puede reunir gente de todas las ideologías y condición con el único fin de departir durante horas alrededor de la elaboración de una tarta Selva Negra. ¿Y cuál es la pieza fundamental de todo lo que tiene que ver con la cocina? El cocinero, por supuesto, quién si no. Así que al principio fue Arguiñano quien ejerció de adelantado de los conquistadores de las parrillas televisivas que vendrían más tarde, abonando el terreno para que cualquier tipo que diera bien en la tele con delantal y la labia suficiente para disertar sobre lo humano y lo divino en cuestiones gastronómicas, todo ello mientras se maneja entre los pucheros sin aburrir al respetable, pudiera tener su propio espacio, muchas veces ya incluso sin necesidad de que el cocinero fuera vasco.

Al mismo tiempo, no dudaba encumbrar al Olimpo de la fama a cocineros de renombre como Arzak o Adriá cuyo restaurantes estaban revolucionando la restauración tal y como la habíamos conocido. Algo del todo lógico, faltaría, pero que con el tiempo, y a la vista del tipo de portadas en las que empezaron a aparecer, en concreto aquellas en las que hasta hacía nada solían hacerlo personajes de la política, la ciencia, la filosofía, el cine, incluso escritores, pintores, artistas de lo que también hasta hace nada era el Arte con mayúsculas. De repente aparece el concepto de “grandes cocineros”, profesionales de un oficio tan digno y respetable como cualquier otro, por supuesto, a los cuales glosan sus éxitos empresariales como pocas veces se acostumbra a hacer con cualquier tipo de emprendedores, es de entender que en la convicción por parte del medio en cuestión de que la noticia de la apertura del nuevo restaurante del correspondiente cocinero de relumbrón es una noticia a la altura del descubrimiento de la vacuna del Ébola o la inauguración de una retrospectiva de las mamarrachadas del megafamoso y supuesto artista Damien Hirst. Empiezan también las rencillas entre las estrellas de la restauración patria como la que mantenía el fallecido Santi Santamaría con sus colegas de estrellato a cuenta de la cocina de fogones de toda la vida y esa especie de alquimia con nitrógeno líquido y otras mierdas químicas a las que apuntaron muchos para lo de epatar al personal convirtiendo un servicio de comida en un espectáculo de prestidigitación. Pero, sobre todo, comienzan a aparecer émulos de Arzak y Adriá por todas partes y a todos los niveles. No hay provincia, ciudad mediana o ya solo villorrio del tres al cuatro en el que la mayoría de sus habitantes conozcan antes al cocinero de relumbrón del lugar que a un paisano destacado por su trabajo en el campo de la ciencia, la cultura, la industria o cualquier otro campo del verdadero saber y mejor hacer. Y lo peor de todo es que muchos de ellos no tardan en saltar, desde la prensa local que los saca en sus portadas como si en realidad fueran miembros destacados de la comunidad en la que viven y que contribuyen con su trabajo al bienestar y desarrollo del resto en lugar de simples profesionales de lo suyo –hasta que se inventaron lo del Basque Culinary Center para la cosa esa del autobombo y el reclamo turístico; en esencia una FP de toda la vida con pretensiones-, los cuales, como mucho, te alegran la vida en lo que dura una jamada y no precisamente en plan altruista sino con la inevitable sangría para el bolsillo de cada cual, hasta los medios ya a nivel autonómico o estatal en los que se convierten en los nuevos líderes de opinión, aunque esa opinión sea en esencia acerca de la conveniencia de comer siempre productos de temporada y la importancia de rescatar la cocina de nuestros abuelas para, una vez quitada la mayor parte de la grasa que antes la hacía indigerible para los estómagos más delicados, poder transmitirla así a las nuevas generaciones, se entiende que ya con una tabla de calorías mucho más asequible para este futuro de runners e instagrammers en el que estamos instalados.

“Tranquilo, que lo de los cocineros ya pasará, como todas las modas” me solía decir mi difunto padre cuando asistíamos estupefactos a la profusión de programas de cocina en todos los canales y a todas horas, que lo hacíamos porque a ambos nos encantaba la cocina y no dudábamos en hacer nuestros pinitos en los fogones –de hecho, este que suscribe esta acerada crítica al gremio de los cocineros de relumbrón  es el cocinillas de su casa y un aficionado a todo lo que tenga que ver con la gastronomía en todas sus vertientes, en realidad un tripasai de cuidado, que es como se dice en el País Vasco a los tragones con ínfulas de gastrónomos-. Y lo decía porque él, que como maestro industrial en el ramo de la peluquería había empezado con su propio salón y había acabado al frente de la academia de peluquería de la que durante décadas salieron la mayoría de las peluqueras de nuestra provincia y alrededores, recordaba los años en los que el oficio de la peluquería también alcanzó cotas de estrellato gracias a conocidos peluqueros de relumbrón como Llongueras, Ruphert el peluquero de las estrella o Alberto Cerdán (nótese, sí, que tanto en esto como en la cocina, siquiera en un primer momento, llama la atención la ausencia de féminas). Una época, hacía los años setenta y principios de los ochenta, en la que dichos peluqueros también obtuvieron una atención mediática desproporcionada para lo que realmente aportaban a la sociedad. Como que no había programa de entretenimiento en el que no faltara una entrevista a Llogueras o a Rhupert para que hablaran de todo menos de su trabajo. Eso o la profusión y difusión de las galas de peluquería, siempre envueltas en un halo de glamur y exclusividad que las convertía en verdaderos acontecimientos sociales allá donde se celebraban, las cuales nada tenían que envidiar a los campeonatos gastronómicos que proliferan por todas partes como setas en otoño lluvioso al estilo del de Queso de Pastor Idiazabal, el nacional de Tortilla de Patata, el Mundial de Callos Pedro Martino o los infinitos del Pincho y la Tapa a lo largo y ancho de toda la piel de toro de esto que todavía se llama España, por no hablar de castas, espichas o lo que sea para refrescar el gaznate antes de sentarse a la mesa a papear ya en serio o ya directamente de pie.

Pero no podía estar equivocado mi difunto padre, porque no ha sido flor de un día, una moda pasajera. La obsesión por la cocina parece que ha venido para quedarse. De hecho, los espacios dedicados a la cocina, ya sean televisivos o celebraciones de cualquier tipo, no solo no remiten, sino que incluso están alcanzando verdaderas cotas de absurdo como el que representa a todas luces el éxito sin precedentes de MasterChef, y en especial su secuela con famosetes de todo tipo. Un programa que yo no sabría calificar si de concurso de cocina o de corrala de profesionales de la farándula y el periodismo venidos a menos. Un programa que ha conseguido que dichos famosos regresen a las casas de una mayoría bastante amplia de españoles, esto si hacemos caso a los índices de audiencia, ya no para hablarnos de su trabajo, ni siquiera para contarnos chascarrillos o ya directamente sus miserias más vergonzantes, sino simple y llanamente para verles hacer el ridículo entre los fogones y así poder ser humillados públicamente por unos supuestos entendidos que ejercen de jueces. En cualquier caso, es el ejemplo prístino de que la cocina ha devenido en la excusa perfecta para entretener al respetable sin que tenga que soportar las peroratas de unos famosetes empeñados en promocionar sus trabajos o en vender vete a saber qué discurso ideológico y con qué fines; rollos los menos, espectáculo, y cuanto más cutre mucho mejor, todo el rato.

Porque no hay nada más fuera de lugar que ponerse a hablar de política, o de cualquier otra cosa por el estilo, mientras se cocina. Se le puede a uno quemar lo que tenga en la cazuela e incluso amargar el vino que ha abierto para pimplarse mientras se aplica con una lasaña de calabacín. Y sobre todo, que no es de recibo sacar a colación lo de Putin, o lo que sea de Sánchez, Feijoo o cualquier otro, mientras se está preparando la comida que luego se pondrá en la mesa. En la cocina hay que hablar siempre de cosas intrascendentes y a ser imposible relacionadas con lo que se tiene entre las manos, el precio de las alcachofas este año o lo tarde que llegan los tomates. No procede enfadarse por culpa de la actualidad, o de lo que sea, antes de sentarse a la mesa porque el momento es para abrir el apetito y poco más. Los programadores lo saben y por eso nos llenan la parrilla de programas de cocina a todas horas. El caso de la televisión autonómica vasca es, por ejemplo, digno de estudio sociológico. Se diría que no hay programas, ya no solo de cocina tal cual con sus correspondientes repeticiones a todas horas en euskera y castellano, sino incluso de divulgación o entrevistas en los que no haya un cocinero al mando sacando tiempo para marcarse un plato o, como poco, desviar el tema de conversación hacia la comida. Como que tienen a uno de los hijos del famoso Arguiñano tan pluriempleado en castellano y euskera con varios programas a la vez que uno empieza a temer que lo vayan a quemar antes de tiempo, siquiera antes de que pueda volver a intentar el salto a Madrid, a ver si ahora sí, e incluso, quién sabe, hasta el otro lado del charco como ya hizo su padre en su momento. El caso es que no falte uno, dos y hasta tres programas de cocina al día, no se vaya a poner nerviosa la audiencia y le cuelen un programa cultural o de investigación periodística por todo el morro.

Imagínense que en lugar de estar pegados a la pantalla viendo al cocinero de turno preparar unos callos de bacalao con salsa de soja, eso a la vez que arenga al respetable acerca de las maravillas de la cocina de fusión o les informa acerca del ganador del concurso de potera de alubias celebrado el pasado fin de semana, a los programadores en cuestión les da por rescatar formatos televisivos como los que presentaba Jesús Quintero en su época y que además fueron líderes de audiencia, programas donde la gente que tiene cosas interesantes que decir va y las dice, programas en donde el campo de visión del ciudadano medio se amplía miles de veces más allá de ese otro circunscrito en exclusiva a la cocina de un plató o a la mesa donde lo más interesante que le pregunta el entrevistador a su invitado es si el revuelto de setas con foi que le ha preparado está muy subido de sal o no. Inaceptable, ¿qué sería lo siguiente, reponer La Clave de Balbín? Menos mal que ya estamos lo suficientemente idiotizados, y en especial tan complacidos de nuestro nulo interés por todo lo que no sea satisfacer nuestras necesidades más primarias como llenar la panza y tirarnos pedos, el elogio de la ignorancia del que hablaba Quintero, que todo lo que sea recordarnos que la curiosidad por las cosas que no nos atañen directamente no tiene porque significar un peligro en sí mismo, ya es concebido directamente como una ofensa en toda regla a la dignidad del ciudadano medio. Pero tranquilos, comed y bebed, malditos, y callad, sobre todo callad.

 

Txema Arinas

Oviedo, 21/10/2022

Sobre Txema Arinas 23 artículos
Escritor español (Vitoria-Gasteiz, 1969). Reside en Oviedo. Licenciado en historia y geografía por la Universidad del País Vasco. Ha vivido en Francia, Irlanda y Venezuela, y aprendió varios idiomas. En los últimos años ha trabajado como profesor de secundaria y además ha desempeñado diversos cargos en la empresa privada. Ha publicado las novelas Los años infames (2007), Gaitajolea (2007), Anochecer en Lisboa (2008), Euskara Galdatan (2008), Maldan Behera Doa Aguro Nire Bihotz Biluzia (2009), Zoko Berri (2009), El sitio (2009), Azoka (2011), Borreroak baditu hamaika aurpegi (2011), Muerte entre las viñas (2012), Como los asnos bajo la carga (2013), En el país de los listos (2015), Testamento de un impostor (2017), Historias de la Almendra (2018) y Los tres nudos (2019), y los ensayos Sabino Arana o la identidad pervertida (2008) y El imposible perdido (2012). Ha colaborado como articulista en el periódico Berria, las revistas Grand Place y Hegats, las revistas digitales Solo Novela Negra y Zubyah, de la asociación cultural Punica Granatum.

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