DE LO QUE ES Y DE LO QUE NO ES LA PAX LÉSBICA

 

El otro día hablaba con una íntima amiga mía, Lurdes (nombre ficticio), y me decía que lo había dejado con Eva (nombre ficticio y simbólico) porque era, entre otras cosas, una machista. Al poco me descubrí terminando un artículo sobre lo terribilísimo que era este tipo de violencia entre mujeres, en la que, casi sin tomar aliento, y dirigiéndome solamente a ellas, señalaba el bando de las buenas y el de las malas, tomaba partido por el primero, arrasaba con el segundo, indignación en mano, y sembraba sal entre sus ruinas. Bondad-maldad; buenas-malas. Así, al fin y al cabo, se ha hecho toda la vida. Fácil, ¿no? Sólo quedaba formular algunas de esas preguntas que, a veces, pueden hacernos pensar en una alternativa mejor: ¿Quién si no nosotras, entre nosotras, amarnos como nos merecemos? Incluso me prodigué en pomposas soluciones proclamando empatía, bondad y misericordia. Sin embargo, en cuanto hube marcado el punto y final y releí lo escrito, sentí que mi identidad de mujer y, además, de mujer que forma parte del colectivo LGTBQ+, se volvía todavía más estrecha. ¿Contribuían esas ideas al progreso de la comunidad?, ¿al de la mujer?, ¿al de la sociedad en general? ¿O más bien la perjudicaban?

 

Qué tentador es solucionar los conflictos a base de maniqueísmos e imágenes binarias, tan inmovilistas, como se hace en política. Qué fácil y qué tentador es. Porque como si no tuviésemos ya bastante, exigí en ese borrador de artículo, a la mujer lesbiana, por el hecho de ser precisamente mujer y precisamente lesbiana (ambos posicionamientos desventajados en la sociedad actual), ser siempre buena, siempre santa, siempre compasiva. Consciente de que las etiquetas son, antes que ninguna otra cosa, desacertadas e ineficientes para explorar la realidad, y que es justo esa clase de estrechez de miras la que nos ha aplastado desde siempre, me propuse rastrear las sucesivas trampas en que había caído para llegar a formular este tipo de exigencias.

 

La primera trampa fue creer que la heteronorma y lo patriarcal, y todas sus dinámicas, no debían cruzar bajo ningún concepto las puertas marcadas con banderines arcoíris; pero luego, al releerlo, pensé: ¿por qué no iban a hacerlo? Son conceptos que han sido meados en todas las esquinas de todas las ciudades, y en todos y cada uno de nosotros.

Luego, le di un poco más al zoom y reproduje en mi cabeza los consejos que le habíamos dado a nuestra amiga Lurdes. Ahí encontré un segundo indicio de trampa. “Ella no puede hacer gaslighting”, “copia los comportamientos de un tío” “¿cómo es capaz de actuar así?, debería saber lo que se siente”, son frases abstractas que recurrentemente se escuchan, y que yo lamentablemente también he reproducido. Y aunque no cabe duda que las violencias y las injusticias deben volverse visibles para combatirlas y corregirlas, son comentarios indudablemente machistas y lesbófobos. Decir lo contrario, tal y como yo había sugerido en un primer borrador, genera unas cargas a nuestra identidad que, en vez de liberarnos, nos llevan todavía más a la deriva. Como si nuestro camino, además de ser doblemente complicado, hubiese tenido que ser algo así como salvífico y santificador. Como si las mujeres como Eva tuviesen que ser siempre buenas. Las conductas negligentes, han trascendido, trascienden y trascenderán el sexo y el género, y es tarea del feminismo asumir y partir de estas imperfecciones, en vez de convertirse en algo reservado a los que la sociedad ha proclamado como “seres superiores”. Y debo hacer aquí un pequeño disclaimer, algo técnico si quieren, pero considero que trabajar bien con una idea incluye el saber disponer sus límites. Y el límite de estos conceptos no puede ser otro que la violencia de género; concepto que la extrema derecha quiere deslegitimizar negando su existencia. Es cierto que he escrito unas líneas antes que la violencia trasciende el género, sí, desde una perspectiva queer lo hace, pero quiero resaltar que no es aplicable cuando se desenvuelve en un escenario de desigualdad diferente, articulado alrededor del artefacto del binarismo de género, con una carga de siglos de historia, y para cuya reparación se necesitan de unas medidas preventivas y correctivas concretas.

 

Hecha esta apreciación, regreso a ese gran campamento base que es nuestra común condición humana. Esta es la lección que he aprendido, la de tener presente el denominador común del ser humano, desde el que a partir de ahora clamaré. Ninguna ley hace más patente la igualdad que nuestra común falibilidad, desde donde podemos incluso llegar a ayudarnos un poco, porque en las complejas dinámicas de la vida, erramos todos, porque del sistema patriarcal, del que se puede ser más o menos consciente, a día de hoy, no se libra nadie (ni tampoco las mujeres, ni tampoco las lesbianas).

 

¿Por qué en mi artículo me atreví a exigir a las mujeres lesbianas la ausencia absoluta de ese Mr. Hyde? Un grado más de zoom: creo que esta tendencia viene del hecho de que se nos ha reconocido como parte desfavorecida por el sistema. Y aquí precisamente está la tercera trampa: la imposición a la parte desfavorecida del sistema (víctima) de un paquete completo; la sujeción de sus derechos como tal a una serie de obligaciones, a la imagen arquetípica del concepto víctima. Pero, ¿debe una víctima ser siempre buena? Volviendo a Eva, por ejemplo, ¿deberíamos dejar de considerarla víctima de los dictados heteropatriarcales, por haber reproducido —¡quizás ni siquiera de forma consciente!— ciertas dinámicas machistas con Lurdes? En absoluto, me respondo ahora. Ése es el error que hirió de muerte a mi primer artículo. Rellenar el concepto de víctima con bienaventuranzas: las mujeres lesbianas (para ser validadas) deben actuar siempre de un modo excepcional. Nuestras imperfecciones, nuestros defectos, no son deseables (o, tal vez, sí), pero tenemos derecho a ellos.

 

Porque viniendo de dónde venimos, no alcanzaremos la igualdad mediante más obligaciones, sino mediante más derechos. Empecemos por el derecho a nuestra imperfección. Busquemos una paxlesbica en la que se nos trate como humanas, con lo bueno y con lo malo que eso implica, con nuestros derechos y nuestras obligaciones. Si se quita de la ecuación el peso macabro de la violencia machista, el resultado es un equilibrio, pienso, digno y aceptable para todas.

 

Solo quiero para nosotras la mitad de todo, ni más ni menos.

María Cabré

Sobre María Cabré 1 artículo
Nací en Barcelona el 10 de julio de 1993, pero vivo en Madrid desde septiembre 2021. Me gradué en Derecho por la Universidad de Barcelona en el año 2015. A continuación cursé el master de Arts&Cultural Management por la Universitat Internacional de Catalunya, que finalicé en junio de 2017. Como abogada en prácticas trabajé en varios despachos. Desde febrero 2018 hasta agosto 2021, he estado al frente del departamento legal y comercial de una empresa inmobiliaria de Barcelona. En 2019, escribí y codirigí la micro obra de teatro “Ahora ya es demasiado tarde”, que se estrenó en el ReialCercleArtístic de Barcelona en Diciembre de ese mismo año. Se programaron diversas representaciones para junio de 2020 en el Espai Mosaic Teatre, pero no pudieron llevarse a cabo a causa de la pandemia. Acabo de finalizar el máster de escritura creativa del Hotel Kafka. De manera simultánea he colaborado en diferentes medios de comunicación como el Diario.es y El Salto. Al mismo tiempo, como escritora permanezco atenta a las cuestiones sociales actuales.

9 comentarios

  1. Así es. No somos más buenas por ser parte de una minoría -y tampoco se nos debería exigir serlo-, pero la violencia de género no nos pertenece y esa es nuestra gran diferencia. Gracias por señalarlo.

Deja un comentario