EL GUARDIAN DE LA BIBLIOTECA

Todo empezó a las cinco de la madrugada del día 20 de noviembre del 2017. Aquella noche, un olor peculiar se propagaba por las silenciosas y solitarias calles de la ciudad. Husmeando, llegué a la Alameda Primera y me alarmé. ¡Olía a papel quemado! Un escalofrío recorrió mi cuerpo, se me vinieron a la mente el Museo de Arte Moderno y la Biblioteca Menéndez Pelayo. Angustiado, eché a correr hasta darme de bruces con el incendio. El museo ardía por los cuatro costados. La figura de don Marcelino Menéndez Pelayo en posición sedente en el exterior del jardín contemplaba las llamas que daban un aspecto lúgubre y misterioso al edificio, con resplandores envueltos en un humo negro y denso lleno de cenizas y pavesas. Los libros del museo, incinerados en esta siniestra hoguera, se transformaban en hollín y quién sabe si también sus valiosas obras de arte.
La biblioteca Menéndez Pelayo está muy cerca, casi contigua y hay peligro de que el fuego se extienda. Si fuera así la desgracia tendría unas consecuencias incalculables. El espanto y el calor de esta lumbre me hicieron apartarme hasta un portal adyacente. De repente, todo parece oscurecerse y tomar un aspecto fúnebre. Los balcones lucen crespones y los faroles están cubiertos con una gasa negra. Desde el portal en que estoy refugiado, veo como surge de la nube de humo, enfilando hacia la biblioteca, un coche funerario tirado por ocho caballos. Llega a toda velocidad. El ruido de los cascos y su apariencia me estremecen. Los corceles lucen vigorosos, oscuros, con sus penachos de plumas negras y un cochero corpulento que los fustiga. Se para en seco al lado del edificio en que me he refugiado. Los ocres, dorados y amarillos iluminan la escena que me parece fantasmagórica, especialmente cuando el cochero de barba blanca, vestido también de oscuro, con pajarita, chaleco y chaqueta, se dirige a mí:
—¡Rápido súbase al pescante!¡Deprisa, me tiene usted que ayudar!
Me encaramé sin pensar demasiado lo que hacía y antes de volver a iniciar la marcha, se presentó:
—Encantado, soy Marcelino Menéndez Pelayo.
«¡¿Marcelino Menéndez Pelayo?!» —Pensé. A fe mía que lo parece.
—¿Usted es…? —preguntó.
—Soy Antonio, a su servicio.
—Como le decía necesito su ayuda. Estamos a punto de perder mi biblioteca, más de 40.000 volúmenes, códices medievales, primeras ediciones, incunables, libros prohibidos. ¡Una tragedia! He convocado una reunión de urgencia.
Paró a la puerta de su casa y se bajó con rapidez, mientras yo le seguía apresuradamente. Entró y se dirigió a la sala comedor. Allí reconocí la alacena donde empezó a coleccionar sus libros y una mesa camilla alrededor de la cual estaban sentados dos caballeros. Uno, de amplio bigote con americana y pajarita, alto, huesudo y moreno, perfectamente afeitado, de ojos verdes oscuros, mirada tímida y curiosa. El otro de bigote y perilla canosos, con unos quevedos y el pelo enmarañado.
Don Marcelino se dirigió a ellos:
—Benito, José María, gracias por venir, lamento tener que citarles tan temprano, pero el asunto es grave, mi biblioteca está a punto de incendiarse.
—Pero…, se iban a poner varias condiciones preventivas para legarla al ayuntamiento —le interrumpió José María.
—Y así se hizo, el sótano no debe ser usado y en caso de construir algún edificio a su lado debe estar completamente aislado.
Yo, espectador de excepción, me mantengo mudo, incapaz de articular palabra, consciente de que debo estar soñando.
—Quiero recordar —dice Galdós— que de tu amistad con Leonardo Rucabado y su relación con Torres Quevedo surgió alguna defensa más contra el fuego.
Marcelino sonríe.
—Pondremos en funcionamiento el sistema de prevención de incendios que ellos inventaron. ¡Para eso hemos venido!
Nos lleva hasta la biblioteca a través de un túnel desde el sótano y busca un resorte dentro de los anaqueles. Una cortina de agua surge como por arte de magia en la zona de separación con el museo, protegiendo la biblioteca del fuego.
Don Marcelino me deja en el portal, frente al incendio, mientras él marcha a toda prisa. Los bomberos ya se han hecho cargo de la situación y parecen controlar el siniestro poco a poco. Nadie depara en el coche de caballos funerario.
A las ocho de la mañana con el incendio ya dominado abandono el lugar.
Al día siguiente todos los periódicos se hacen eco del suceso, con horrorosos comentarios sobre la extensión casi inevitable a la biblioteca y elogios a los bomberos por su labor, ninguna explicación sobre su extinción.
Una pequeña nota en la sección de sucesos de un diario local hace mención a un inexplicable incidente en el museo de una funeraria de la ciudad, el carruaje utilizado en el funeral de Menéndez Pelayo había sido sustraído durante horas y devuelto sin desperfectos.
¡No había sido un sueño!
ALFONSO GARCÍA ARANZÁBAL

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