El hombre de oro

 

 – ¿Cómo que te envían a trabajar a Mauritania? ¡No me lo puedo creer! ¡Qué fuerte! ¿O sea que me dejas aquí sola? – explotó Delmira, fijando sus bellos ojos azules en los igualmente azules de Domingo, su marido.

– Pues eso es lo que hay. Eso, o irme al paro con un expediente de regulación de empleo-argumentó Domingo hablando muy bajito, sin apenas mover un pelo de su ralo y rubio bigote- De todos modos, no te dejo sola, tienes aquí a nuestra familia y especialmente a tu madre- aclaró Domingo.

– ¿A mi madre? ¿Pero qué dices? Mi madre está para que la acompañen y cuiden a ella. – replicó enfadada Delmira. – ¿Y por cuanto tiempo y cuándo?

– Por unos tres meses. Eso sí, el jueves de la semana que viene, si la empresa arregla lo de los pasaportes y los visados de entrada en el Consulado de Mauritania en Las Palmas, partiremos.

Delmira juntó sus preciosos labios, en forma de O casi perfecta, exclamando: “¡Oh, si hoy ya es viernes! ¿Cómo puede ser que ya el jueves marchéis? No hay tiempo ni de preparar la maleta. Domingo se rascó la cabeza, casi rapada, y solo dijo: “pues es lo que hay”.

En la mente de Delmira se agolparon un montón de preguntas que no pudo formular porque sus ojos se llenaron de lágrimas y de su garganta solo se escapó un angustioso quejido. Domingo trató de tranquilizarla.

-Escucha “Delmi”, amor. Solo serán tres meses. Irán conmigo dos peones y yo como oficial. El lugar se llama Tasiast y está situado a doscientos kilómetros de Nouadhibou y trescientos de la capital Nouakchott, según nos han dicho.

-O sea, en la mismísima mierda- le cortó Delmira.

Domingo sin inmutarse añadió: “Sí, pero una “mierda” llena de oro. Y eso sí, arena por todas las partes”.

– ¿Arena por todas las partes? ¡Eso es el desierto! – Bramó Delmira, levantando las cejas con espanto.

-Si bueno, creo que la mina está a sesenta y cuatro kilómetros hacia el interior del desierto desde la carretera general que une Nouakchott y Nouadhibou. Precisamente esa será la labor, llevar el agua salada desde unos pozos situados a esa distancia hasta la mina, parte para la depuradora y el resto para el proceso de tratamiento del mineral de oro.

– ¡Qué fuerte! ¡Qué fuerte! – volvió a repetir Delmira- ¿Y no sería mejor ir al paro y esperar a que la situación económica de la empresa se normalice?, digo yo.

-Ya, pero eso nunca se sabe y me arriesgaría a perder el trabajo en la empresa, y encima en tiempos de crisis económica. Al fin y al cabo, te repito que solo serán unos tres meses o así. – terminó Domingo, que seguía hablando muy bajito y sereno para no aumentar la alarma en su mujer.

– ¿Y en qué vais a ir?

-Pues creo que, en avión con Mauritania Airways, hasta Nouadhibou. Y los materiales y maquinaria por barco hasta su puerto-precisó Domingo.

Delmira, una vez vencida su ansiedad ante la incertidumbre, se secó las lágrimas con un fino pañuelo que sacó de los puños de la blusa. Domingo la beso con ternura, y tratando de calmarla, añadió: “No te preocupes, mi amor, si partimos el jueves, nada más llegar te llamo. Además, irán conmigo Kiko y Pepe Jesús, ambos muy jóvenes, pero ya casados”

El Consulado de Mauritania en Las Palmas, tramitó rápido los visados de entrada, así que el jueves partieron los tres en un vuelo de Mauritania Airways desde el aeropuerto de Gran Canaria hasta Nouadhibou, la segunda ciudad de Mauritania y punto de descarga del tren de mineral de hierro, que decían eran las mercancías más largo del mundo, con más de doscientas vagonetas.

El viaje hasta llegar a las proximidades del aeropuerto situado a unos 4 kilómetros de la ciudad en medio de un inmenso arenal fue tranquilo y sin que Kiko y Pepe Jesús despertaran de su letargo hasta que los altavoces de abordo indicaron la necesidad de enderezar los asientos y abrocharse los cinturones de seguridad. Domingo observó por la ventanilla las kilométricas playas plagadas de bellos cayucos llenos de color alineados en sus orillas. Llamó mucho su atención el cementerio de barcos hundidos o semihundidos cerca de la bahía, algunos incluso inexplicablemente varados en las dunas, que la permisividad y corrupción de los funcionarios, junto a la falta de escrúpulos de algunos armadores, habían creado.

Ya en las dependencias del aeropuerto, tras recoger los equipajes, sellar los visados y pasaportes y hacer la declaración de divisas que portaban, se dirigieron a la salida, donde un mauritano, vestido con el tradicional “bubú” azul, ropaje muy amplio a modo túnica, coronado por un “hawli” o turbante blanco,  les esperaba portando en sus manos un cartel con las palabras “Kinross África S.L.” en letras rojas, que era el nombre de la sociedad propietaria de las minas de oro. Hacia él se dirigieron los tres.

– ¿españoles? – preguntó el mauritano.

-Sí-dijo Domingo- ¿Usted es el enviado de las minas que nos va a acompañar?

-Efectivamente- contestó el supuesto mauritano en perfecto español.

-Habla usted muy bien el español- halagó Domingo.

-Sí, es que también soy saharaui. Mi padre tenía el DNI español. Trabajó muchos años en las minas de fosfatos de   Bucrá.

El mauritano-saharaui apenas dejaba ver su rostro. Solo sobresalían de los ropajes, unos prominentes pómulos casi cianóticos, una nariz aguileña achocolatada y sus penetrantes ojos negros. La boca de labios finos apenas se intuía bajo el “hawli” cuidadosamente enrollado alrededor del cuello y boca.

-Mi nombre es Mohamed El Kantauri- dijo tendiendo la mano- Vamos a cargar el equipaje en el 4X4 y comeremos en Nouadhibou, pues nos esperan unos doscientos sesenta kilómetros sin casi nada por el camino- informó Mohamed.

-Gracias, Mohamed. Estos son mis compañeros, Kiko y Pepe Jesús, y yo me llamo Domingo- presentó este.

-Bueno, yo prefiero llamarte “español”, porque soy musulmán y me resulta extraño llamarte Domingo, que es el día de descanso de vuestro dios.

-Como quieras Mohamed- finalizó Domingo.

El camino hasta la ciudad era una larguísima recta asfaltada de doble dirección e invadida en algunas partes por las arenas del desierto. Algunos taxis les adelantaron a velocidad de vértigo, levantando gran polvorera. Una vez en Nouadhibou pararon frente a una gasolinera de Total, en unas edificaciones de una sola planta. No existían aceras, y la arena y las piedras lo invadían todo. La edificación estaba encalada en color azul, similar al del “bubú” de Mohamed, y tapando el único estrecho hueco de su frontal, a modo de puerta tenía una cortina hasta el suelo, en color grosella, y decorada con motivos de macetas florales, culminadas por un paraguas abierto de desconocido significado. El suelo estaba cubierto con un pequeñísimo trozo de lona azul a modo de felpudo y sujeto por varias piedras. Sobre el dintel un letrero de chapa, clavado a la pared, lucía unas letras negras escritas en árabe, que se supone decían lo mismo que las grandes mayúsculas en rojo que anunciaban RESTAURANT. A un palmo del lateral del cartel por un desconchón salía un cable blanco que luego se deslizaba por detrás del cartel y salía por la parte superior, sujeto a la pared con una alcayata y terminaba en una bombilla de bajo consumo con dos tubos sobre la letra U. Debajo de las letras de RESTAURANT se reproducían dos dibujos de un pollo asado y un plato de cuscús.

Una vez en el interior, Mohamed saludó al dueño en árabe: “Salaam-aalicum”- le dijo- “Aalicum-Salaam”- contestó el dueño, trabando después una conversación en lo que debía de ser el dialecto local, “hassaniya”.

-Hoy hemos tenido suerte-nos comentó Mohamed- pues tiene pollo al gusto mauritano y cuscús de camello. Otros días pone “tiabuyene”, que es un arroz con pescado y verduritas, que está muy bueno también. O “mechuis” de cabra o cordero, igualmente buenos; pero quizá para vosotros es mejor empezar con algo menos fuerte.

El pollo asado al estilo mauritano, resultó estar muy especiado, destacando el sabor a canela. Y el cuscús de camello, también muy especiado, les resultó un poco incomodo de comer, pues había que hacerlo solamente con las manos. Para beber quiso Mohamed que se acompañaran de una taza de “zrig”, que no era otra cosa que leche agria de camella, al parecer muy digestiva según él.

Durante la comida, Mohamed les contó que hasta el 2008 había estado trabajando en las minas de hierro de Zouerate a setecientos kilómetros al nordeste de Nouadhibou y que su familia, excepto unos primos que estaban en los campamentos de Tinduf, vivían en Fdérik a pocos kilómetros de la mina, por lo que, por unas u otras razones, había tenido que viajar varias veces en el tren minero de más tres kilómetros de largo. Cada vagoneta, les contó, llevaba unas ochenta y cuatro toneladas de mineral de hierro, así que cada viaje trasportaba un total de dieciséis mil toneladas, para lo cual era normal que tuvieran que tirar del convoy tres locomotoras Diesel de tres mil trescientos caballos de vapor cada una.

Mohamed, a medida que iba dando explicaciones del tren minero, más se entusiasmaba, así que les propuso visitarle antes de emprender el viaje de regreso y así evitarían las horas de más calor. Domingo y sus compañeros accedieron de buen grado, pues en Gran Canaria, aunque había un proyecto de tren al sur, aún no era más que un proyecto en busca de financiación. Pero no sin antes indicarle que debía de llevarlos a un teléfono público para contactar con sus familias. Se despidieron del dueño con un fuerte apretón de manos, pero no así de su mujer, pues estaba mal visto que el saludo a una mujer fuera con un apretón de manos, sin embargo, no rehuían la conversación, aunque fuera con extraños, cosa que no ocurría con las marroquíes que ni contestaban a los saludos de los hombres forasteros. Mohamed esperó durante la conversación de los “españoles” con sus familias encendiendo una “munilla”, una pequeña pipa, para fumar el tabaco tradicional, mientras tanto.

Montados en el 4X4 se dirigieron a lo que “los españoles” suponían una gran estación, pero se llevaron la primera decepción ya que un tren minero de doscientos vagones no puede tener estación, sino que los pasajeros esperaban sentados, sobre sus pertenencias o directamente en el suelo sobre la arena del desierto, a que el tren llegase del descargadero del puerto. Cosa que hizo al poco rato. Las tres locomotoras tractoras llevaban en el frente las letras CC y un número,111, 118, 120 y 121 dentro de un rectángulo. Y en el costado en una franja azul pastel las siglas SNIM de Société Nationale Industriêl et Minièr. A continuación, un desfile de vagonetas que no acertaron a contar, tardaron en pasar siete interminables minutos. Al fin, apareció lo que parecía el vagón de pasajeros y otra locomotora cerrando la comitiva. Esperaron a que se subieran los pasajeros y montaron tras de ellos. El vagón era bastante sobrio, solo destacaban los sillones en hileras de seis, tapizados en rayas naranjas y negras y dotados de grandes orejeras para dormitar. Una familia se hallaba en el suelo preparando el té mauritano y les invitaron a la ceremonia. Mohamed dijo a Domingo que era un gran honor que no podían rechazar. Curiosos, se fijaron en cómo el cabeza de familia comenzó a verter el té en pequeños vasos y de estos a la tetera y así sucesivamente, en chorros que semejaban el escancie de la sidra, hasta alcanzar el punto de servicio óptimo. En estas estaban cuando sintieron que el tren arrancaba a toda prisa.

-¡Vamos, vamos, vamos, que esto arranca!- gritó Domingo dirigiéndose hacia la puerta. Pero Mohamed, le sujetó por un brazo diciéndole: “Ni se le ocurra en plena ceremonia del té. Sería una ofensa imperdonable”.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Domingo.

-Hay que esperar hasta llegar al próximo apeadero en el pueblo de Choum- le contesto Mohamed.

– ¿Y cuánto tardaremos? -indagó Kiko.

-Unas doce horas- dijo Mohamed con naturalidad-pero no debéis preocuparos porque haremos noche allí tranquilamente y mañana cogeremos el de vuelta.

– ¡Yo me tiro en marcha! – gritó Pepe Jesús.

-No es posible, te matarías y además solo hay desierto- le disuadió Mohamed.

No se habían repuesto aún de este incidente cuando apareció un empleado del tren que pretendía cobrarles cuatro mil ugiyas (UM), la moneda del país, a cada uno por el viaje hasta Zouerate. Al final Mohamed le convenció del error sufrido en la visita al vagón a cambio de mil ugiyas, unos tres euros, de propina.

La llegada a Choum en plena noche podría haber sido maravillosa, con millones de estrellas en el firmamento y la luna reflejando una luz que casi parecía de día, sino hubieran tenido que conformarse para cenar con unos dátiles y un cuenco de leche de camella, mientras Mohamed trataba de encontrar una jaima donde pasar la noche.

Por la mañana se levantaron pronto para coger el primer tren de mineral que pasara por la única vía existente. Mohamed, llegó con la inesperada noticia de que el tren que esperaban no tenía vagón de pasajeros, así que tendrían que viajar sentados sobre el mineral en una vagoneta.

– ¡No me jodas, Mohamed! ¿Cómo que tenemos que viajar doce horas en las vagonetas de mineral? – espetó Pepe Jesús, irritado.

-Sí, pero no preocuparse. ¡Es gratis! No tendremos que pagar ni una sola ugiya- dijo Mohamed contento.

-Solo faltaría que por sentar el culo en el mineral durante doce horas tuviéramos que pagar- terció Kiko, irónico.

Mohamed, con unos trapos blancos les hizo un “hawli” para proteger sus cabezas del sol y su boca de la arena.

El tren minero llegó antes de lo esperado y todos los viajeros desperdigados por la arena se abalanzaron sobre la vagoneta elegida. Mohamed y los españoles lo hicieron casi en la cola, junto a una unidad tractora que cerraba el convoy. Mohamed, para hacer menos aburrido el viaje, les contó que de las minas de hierro se pasó a las de oro de Tasiast porque pagaban más. Ahora ganaba trescientos euros al mes, aunque la mitad tenía que entregarla al Imán para el mantenimiento del culto y también pagar el alojamiento y la comida. Aun así le quedaban libres unos cien euros mensuales, de los que parte enviaba a la familia en Fdérik y el resto lo ahorraba. También les explicó que las minas de oro eran a cielo abierto con vetas de piedra verde de cerca de ocho kilómetros de longitud. El mineral primero era molido a grano conveniente para los tratamientos, según la riqueza en oro, con cianuro, en pilas para los de menor riqueza y en balsas impermeables para los de mayor porcentaje. Después se trataba con carbón activado hecho con cáscara de coco y finalmente se fundía en lingotes, que eran cerrados herméticamente en contenedores, para ser trasladado hasta Suiza en avionetas que aterrizaban en el pequeño aeropuerto de tierra junto a la mina.

-Perdona Mohamed, pero eso a nosotros no nos interesa mucho pues no vamos a trabajar en la mina sino en la instalación de la tubería de agua salada- le interrumpió Domingo.

-Tienes razón “español”.  Lo hacía para entretener el viaje- dijo Mohamed.

A su llegada a Nouadhibou, con las nalgas más que doloridas, decidieron no llamar a las familias para no preocuparles; pero si trataron de comunicarse con la mina para que supieran de su existencia, aunque no lo consiguieron, así que de inmediato se pusieron de viaje a Tasiast en el 4X4 sin parar en la ciudad, y solo comiendo algo de fruta y dátiles por los puestos ambulantes de la ruta.

Cuando llegaron a Tasiast, ya de noche, les sorprendió que la planta procesadora del mineral estuviera totalmente iluminada como si de una refinería de petróleo se tratara. Después de presentarles al Ingeniero Jefe, Mohamed dijo que se iba a acostar porque no se encontraba bien.

 

Un mes más tarde, Mohamed dijo a Domingo que quería hablar con él de algo muy importante, así que después de terminar la jornada de trabajo se vieron en el comedor de la mina de oro.

– “Español”, quiero pedirte un favor. He comprobado que tú eres una muy buena persona. Y necesito tu ayuda. – comenzó diciendo Mohamed.

-Si está en mi mano, cuenta con ella-contestó Domingo.

-Yo estoy muy mal, de tanta arena y polvo que he tragado en las minas. Siento que pronto moriré- preconizó Mohamed, con su rostro más cianótico que nunca.

– ¿Cómo vas a morir, si ni siquiera has llegado a la edad estadística media para hacerlo? – le consoló Domingo medio en guasa.

-Es igual. Alá, ha tocado ya en mi hombro y me ha revelado que ha llegado la hora de reunirme con él. Quisiera que, cuando ocurra, te ocupes de llevar mi féretro hasta Nouadhibou y lo cargues en el tren de mineral de hierro. Si lo solicitas pondrán un vagón plataforma para coches que haría el traslado, para ser entregado a mi familia en Fdérik. Tengo mucho oro y quiero que mi familia no pase jamás privaciones. – relató de forma patética Mohamed.

Domingo, por un momento creyó que Mohamed había perdido la razón.

– ¿Pero ¿qué dices? ¿Cómo que tienes mucho oro? ¿Lo has robado?

-No, no lo he robado. Los musulmanes no podemos robar y si lo hiciésemos tendríamos severos castigos. Por eso los dueños de las minas solo contratan musulmanes, así evitan robos y la necesidad de una vigilancia exhaustiva. Pero yo tengo el cuerpo lleno de oro, porque mi religión no me prohíbe comer, y yo llevo dos años comiendo todos los días pequeñas porciones de polvo de oro-comenzó diciendo Mohamed.

Domingo respiró aliviado, al mismo tiempo que dejó escapar una gran carcajada.

-Tú no estás lleno de oro Mohamed. Estás lleno de ignorancia, en todo caso. El oro no se queda en tu cuerpo, ni en el de nadie. El ácido del estómago no ataca a ese oro, no lo disuelve, así que simplemente se evacua en el wáter. El hombre ha comido oro desde la antigüedad con diversos fines, incluso como remedio terapéutico. Y hoy, hasta se sirve en forma de láminas y pepitas como decoración gastronómica en famosos restaurantes de París y Nueva York. No es más que un símbolo de ostentación de riqueza y extravagancia. Solo lo que se conoce como “agua regia”, que es una mezcla de tres partes de ácido clorhídrico y una de ácido nítrico, logran disolver el oro. Y esa mezcla no está en nuestro cuerpo. Así que Mohamed, lamento decirte que no tienes ni un solo gramo de oro en tu cuerpo.

Mohamed no se inmutó ante semejante información; más al contrario, esbozó una enigmática sonrisa antes de contestar a Domingo.

-No “español”, no es así. Yo aquí he aprendido muchas cosas y una de ellas es como fijar el oro en el cuerpo. Por eso estoy tomando todos los días pequeñas cantidades de cianuro de la balsa de tratamiento, para lograr que el oro se fije en mi cuerpo.

Esta vez Domingo quedó mudo de espanto por unos segundos, y aquel color extrañamente azulado que observó en su rostro se hizo realidad en todo su trágico significado. Mohamed, se estaba envenenando con cianuro potásico inconscientemente, y quizá ya no tuviera remedio.

A la mañana siguiente Mohamed no apareció ni en el comedor, ni en el 4X4 para llevarlos al tajo, así que “los españoles” fueron a buscarle al barracón, encontrándole tendido en el camastro con convulsiones. Entre los tres lo trasladaron en una sábana a la enfermería de la mina. El médico se sorprendió de hallarlo convulsionando y cianótico, preguntando si se había caído a la balsa de cianuro.

-Que nosotros sepamos, no. Además, está totalmente seco-contestó Domingo.

-Todo es muy raro-contestó el médico al tiempo que les rogó esperaran en la salita.

Domingo y sus compañeros, esperaron por espacio de más de dos horas hasta que el médico salió de la enfermería.

-¿Son ustedes familiares?- preguntó de forma rutinaria.

-No, solo somos sus únicos amigos. Su familia vive en Fdérik-informó Domingo.

-Escuchen, su amigo tiene una gravísima intoxicación por cianuro potásico. En primer lugar, le hemos efectuado un lavado gástrico y un tratamiento posterior con carbón activado; pero como no respondía al tratamiento le hemos inyectado azul de metileno por vía intravenosa durante diez minutos, sin respuesta positiva. Hay un fallo multiorgánico, sobre todo de sus riñones e hígado. Necesitaría una exanguinotransfusión inmediata, para la que aquí no estamos preparados y de todos modos solo evitaríamos el fallo renal, pero con hígado, corazón y pulmones igualmente afectados, resultaría inútil. En este estado no creo que resista más de tres horas. Lo siento. -concluyó el médico.

– ¿Y si lo trasladamos a Nouadhibou, o mejor a Nouakchott? -apuntó Domingo.

-No llegarían a tiempo. Hay un fallo multiorgánico. ¿No se han fijado como tenía ya las mucosas e incluso las uñas, azuladas, invadidas por el cianuro? Está inconsciente y no sufre ya nada. Es cuestión de horas, repito, el desenlace fatal. Solo Alá podrá hacer algo por él. – finalizó el médico.

Mohamed, falleció aquella misma mañana, sin tan siquiera recuperar la consciencia. Domingo hizo las gestiones necesarias con el Ingeniero Jefe para que permitiera el traslado del cadáver hasta el tren del mineral de hierro en Nouadhibou.

Domingo y sus compañeros no hablaron ni palabra durante el traslado del féretro en un Toyota Pick-Up de la mina de oro hasta Nouadhibou. Desde allí, comunicó con los familiares para explicarles el óbito y que salieran a recogerle en Fdérik y junto con las pertenencias y ahorros que hallaron en su barracón.

Domingo y sus compañeros, con lágrimas en los ojos vieron partir el tren del hierro en dirección a Fderik y final de trayecto en Zuérate, con la plataforma para coches solo ocupada por el féretro de Mohamed. El tren se alejó, envuelto en una nube de arena, con la única carga del hombre que deseó ser de oro para salvar a su familia, y acabó vacío de oro y lleno de cianuro.

Jesús Gutiérrez Diego

F I N

 

Segundo Premio del Concurso de Cuentos de Ciencia del Museo Elder de la Ciencia y la Tecnología de Las Palmas de Gran Canaria.

Sobre Jesús Gutierrez Diego 32 artículos
Ingeniero Técnico Químico. Nacido en Santander, residente en Las Palmas de Gran Canaria. Escritor. Recibe diversos premios en relato tanto infantil y juvenil como adultos. En 1971 publica con Isaac Cuende el libro de poemas "Carne Viva" como consecuencia es procesado en Consejo de Guerra y cumple año y medio de condena. Sigue publicando y recibiendo premios diversos.

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