Cuando era un joven universitario me gustaba escuchar los programas nocturnos de la radio. A muchas personas, al igual que a mí, les acompañaba cada noche la voz del locutor mientras sentían, como búhos, los pasos descalzos de la madrugada. Cada poco tiempo entraba una llamada nueva. Camioneros en su soledad, sanitarios haciendo guardia, taxistas, estudiantes… cada uno contaba su historia, y, en esa hermandad secreta de vigilantes nocturnos uno podía sentirse más humano.
Una noche llamó un señor mayor. Era muy mayor, y se le notaba agitado. Corría la primavera de 1999, y la OTAN acababa de posar sus garras en Europa para bombardear Yugoslavia. El señor llamaba desde Almería. Quería contar que estaba aterrorizado al ver las imágenes por TV, porque, decía, sufrir un bombardeo es algo terrible. Que él lo había vivido de pequeño, cuando los aviones nazis bombardearon la ciudad andaluza por orden directa de Hitler en 1937. Durante casi una hora, aviones del III Reich (en represalia y por iniciativa propia, sin contar con Franco) descargaron casi 300 bombas destruyendo toda la ciudad, objetivo fácil porque carecía de defensas.
El señor intentaba hablar, pero la locutora, visiblemente incómoda, enseguida le quiso despedir. Y lo consiguió pronto… El hombre se quedó hablando solo con su angustia, y yo me quedé esa noche absolutamente removido. Empaticé con aquel señor en una emoción que aún hoy siento muy viva.
Hablar de la guerra es algo incómodo. Mostrar oposición a la militarización es algo que la sociedad ridiculiza. Aquí los políticos del régimen llaman “buenismo” a todo aquello que defienda la diplomacia y el diálogo.
Cuando yo acababa de cumplir 8 años, este país celebró el referéndum sobre su permanencia en la OTAN. En el colegio lo hablábamos entre los amigos, y recuerdo el argumento que me decía un compañero cuyos padres votaban SÍ: “es que si un país ataca a España, la OTAN nos vendría a ayudar”. El resto asentía, reafirmando que, claro, necesitamos protección. Pero yo me quedaba pensando: ¿y quién va a querer atacar a España?
También recuerdo las manifestaciones masivas de aquellos días. Los festivales anti OTAN, las marchas a Torrejón que amenazaban con llegar hasta la base, “pase lo que pase”. Al menos uno no se sentía solo, aunque tuviera 8 años, porque sabía que había una multitud humana que alzaba la voz y el puño contra las guerras. “Ni yankees ni rusos en Europa” rezaba una pegatina de las que traía mi padre a casa entonces.
La realidad de los últimos años nos está mostrando un mundo inhumano en el que se desarrolla una tercera guerra mundial bajo una espantosa apariencia de normalidad.
Hemos aceptado sin ninguna oposición la injerencia occidental que promovió un golpe de Estado en Ucrania en 2013, así como el posterior levantamiento del este del país contra el gobierno saliente de aquel golpe. Cuando, 14.000 muertos y 600 violaciones del alto el fuego después, Putin decidió intervenir militarmente e invadir esa zona, aceptamos como algo natural la guerra.
Europa, que se había movilizado masivamente contra la guerra en Irak, no ha vivido ninguna movilización para detener esta guerra en casi tres años (ni en los diez anteriores).
Antes de que comenzara la invasión rusa, Europa estaba a punto de firmar un acuerdo comercial sin precedentes (especialmente porque lo hacía unida) con China. Aquello era un golpe mortal a EEUU, así que el tablero debía desestabilizarse. Y vaya si se desestabilizó.
Esta guerra ha traído la desconexión europea con Rusia (la principal fuente de energía de su locomotora industrial) lo que acerca a la ruina a la economía europea. Un atentado terrorista (del que se investiga si lo hizo Ucrania, lo que hubiera activado el artículo 5 del tratado de la OTAN, y que Biden había advertido en varias ocasiones de que ese atentado lo harían los mismos EEUU) destruyó los dos gasoductos Nord Stream que alimentaban Europa. Aparte, las sanciones que Occidente ha impuesto a Rusia no han hecho otra cosa que asfixiar aún más a la misma Europa. Rusia ha afianzado sus relaciones con China, India y Turquía, y ya está montando otros Nord Stream hacia Mongolia y China (aumentando en los últimos años de manera exponencial su influencia sobre América Latina y África), mientras Europa se cierra en sí misma esperando a ver qué le dice EEUU. Empresas punteras de Alemania, como Volkswagen, están planteando el cierre de fábricas por primera vez en su historia. Otras se han llevado la producción a EEUU. Eso sí, nuestros ojos occidentales nos siguen haciendo ver el mundo con las gafas de cerca, por lo que, para nuestros ojos coloniales, el mapamundi consiste en EEUU a la izquierda, Europa en el centro y Japón a la derecha.
Mientras EEUU, que estaba a punto de entrar en suspensión de pagos antes de la guerra, sanea sus cuentas gracias a la desesperación europea (que les compra una energía muchísimo más cara y contaminante), los BRICS (que representan a la mitad de la población mundial) caminan a paso de gigante para avanzar en la conformación de un nuevo orden económico mundial. En sus territorios se va concentrando la materia prima y la tecnología que en el futuro más próximo se usará para el desarrollo global.
¿Y Europa qué hace? En lugar de asentar un sujeto político propio, obedece de la manera más dócil las indicaciones de EEUU para ir directos a la ruina y de cabeza a la guerra. “Ni yankees ni rusos en Europa”, decía la pegatina contra los dos bloques que al final simbolizaban lo mismo y lo mismo. Qué bonito sería recuperar ese eslógan. «Si tengo que sacrificar Europa, lo haré», decía Biden antes del comienzo de la guerra. Hoy el peso pesado de la UE, Draghi, publica un demoledor informe que explica cómo la pérdida de competitividad tras la ruptura con Rusia nos aboca a una larga agonía.
EEUU está sacando un brutal rédito económico de la guerra a costa de Europa. Ha reflotado a la OTAN (organización que jamás ha resuelto ningún conflicto; más bien ha destrozado todo lo que ha tocado), ha conseguido que los países europeos, que vivían un periodo de calma, pasen a aumentar escandalosamente sus presupuestos militares para comprarles armas… Y su presidente ha explicado en varias ocasiones que la guerra en Ucrania está siendo un éxito porque los muertos los ponen los ucranianos. Si fuera ucraniano, no se me ocurriría una mejor razón para poner fin a la guerra. Pero, claro, en las ocasiones en las que han estado de acuerdo rusos y ucranianos para firmar la paz, alguien les ha levantado de la mesa (incluso, tras unas negociaciones fructíferas en Turquía, apareció muerto el negociador que representaba los intereses de Ucrania).
En una guerra imposible (porque unos no la pueden ganar y otros no la pueden perder) Europa ha ido tragando todos los sapos posibles. Primero, comenzó a hablarse de enviar municiones a los ucranianos para defenderse (nunca serían para atacar, porque eso sería entrar en guerra). Después comenzaron a enviar fragatas. El mismo Biden dijo que no mandarían aviones, porque eso sería dar comienzo a la tercera guerra mundial. No tardaron en enviar tanques. Los más modernos de la industria alemana y estadounidense. En formar a cientos, miles de soldados ucranianos (miles de ellos en territorio español, donde nuestro país lidera misiones de formación). Misiles Taurus alemanes se han utilizado para atacar Crimea y en la última aventura ucraniana invadiendo territorio ruso se ha usado armamento pesado francés. En dos años, ya han enviado los cazas más avanzados, misiles de largo alcance y traspasado casi todas las líneas rojas… lo último, permitir que se usen en territorio ruso y dar el OK a violar el derecho internacional defendiendo hacer exactamente los mismos crímenes que ha hecho el otro. Ya solo falta permitir el uso de armas nucleares. Ucrania ha deseado desde el primer momento la entrada de la OTAN en la guerra, y, de alguna manera, lo ha conseguido (aunque sea en una de esas guerras sin declarar oficialmente, como la de EEUU en Vietnam). En estos días, Polonia ha activado sus sistemas antiaéreos porque aviones rusos han sobrevolado su país. Y, mientras cada día jugamos a la ruleta rusa, los europeos hacemos vida normal. No exigimos a los sindicatos una huelga general indefinida hasta que pare esta barbarie que se ha llevado por delante la vida de (según estimaciones) más de 100.000 soldados de cada bando.
Europa es como la rana hervida a fuego lento. Mientras se va calentando el agua, descansa placenteramente. Y para cuando se quiera dar cuenta de que está hervida, no podrá salir.
Ponemos la bandera de Ucrania en todos nuestros eventos institucionales. Pero no explicamos nunca que es un país corrupto, en manos de oligarcas… tampoco que, en 2015, cuando el Partido Comunista era la tercera fuerza política del país, lo ilegalizaron. Tampoco hablamos de la ley marcial que lleva activa años en el país, que ha ilegalizado una docena de partidos políticos de izquierda y que, desde mayo, que les tocaba votar, se niegan a convocar elecciones.
Una Europa tan sensibilizada con las elecciones, el símbolo de la democracia en otros países como Venezuela, no ha caído en la cuenta de que en Ucrania no hay.
Tampoco se levanta la voz contra el horrible drama que supone el reclutamiento forzoso de jóvenes para mandarlos al frente. Miles de jóvenes viven escondidos, por temor a ser secuestrados por las patrullas que los buscan día y noche para enviarlos al matadero.
Porque la guerra, para algunos es tan natural como la continuación de la política por otros medios. Pero para la gente corriente es una barbarie inimaginable. En Ucrania hay protestas porque en los cadáveres de soldados que entregan a familiares han extraído los órganos para venderlos en el mercado negro. La monstruosa cantidad de armas que llegan a Ucrania están acabando en manos de peligrosas mafias que se están haciendo fuertes en países europeos. Y nadie, aunque consiga volver vivo de una experiencia bélica, y aunque no entre en combate ni esté en primera línea, regresa bien de la cabeza. El horror de la guerra deja secuelas mentales irreversibles.
Pero lo de Ucrania es solo un ejemplo. La avaricia por el control de los recursos en el ocaso de la energía fósil ha convertido el mundo en un avispero en el que la consigna es lograr tus intereses al precio que sea, especialmente a costa de la sangre de los pueblos. Si estamos viviendo una llegada de inmigración desde África es porque EEUU y Europa llevan tiempo fabricando guerras por el control de sus materias primas.
La tragedia del Congo nos muestra a 40.000 niños esclavos en minas de cobalto para que las grandes multinacionales occidentales (Apple, Samsung, Microsoft) generen sus baterías para dispositivos. Asegurarse el control de esas minas implica intervenir militarmente para evitar cualquier movimiento político en la región. Más de un millón de mujeres han sido violadas en este genocidio silencioso a cargo de terroristas del M23 financiados por Occidente y armados por la dictadura títere de Ruanda. Como si fuéramos no más que fichas en un Monopoly, los mercenarios rusos de Wagner han ido ganando influencia y poder en la zona, con lo que se ha recrudecido la guerra por los recursos.
Julian Assange decía que la prensa es culpable del 95% de las guerras en el mundo, a causa de sus manipulaciones. No es casual que se ponga tanto interés en el control de los medios. El mismo Elon Musk reconoció haber financiado un golpe militar en Bolivia para robarles el litio (afirmando que lo seguirá haciendo en cualquier lugar en el que le interese). Esa práctica la lleva a cabo Occidente desde hace más de un siglo, y hoy lo siguen sufriendo Yemen, Siria, Sudán, Irak, Yugoslavia, Afganistán, Mali, Nagorno-Karabag, el Sahel, Somalia, Etiopía, Gaza y Cisjordania, Líbano y todas las demás guerras silenciosas… nuestros ojos occidentales se han ido acostumbrando a la barbarie hasta que está llegando a la puerta de nuestra propia casa. Si no acabamos con ese capitalismo de guerra, él acabará con nosotros. Porque la paz es una utopía en este modelo de competitividad salvaje que necesita de las guerras para la conquista de los mercados. Un modelo del que formamos parte y somos cómplices en su cadena de producción, suministro y, sobre todo, consumo.
Y hoy ya se nos ha hecho demasiado tarde para comenzar a reaccionar.
Igor del Barrio.
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