La Escuela

Muchas veces las clases son oficinas. Nuestros jóvenes ensayan ante sus pupitres el rictus aburrido, la concentración resignada del que debe hacer algo y lo hace.
Un instituto no es el club de los poetas muertos.
Nadie se sube a las sillas en medio de un trance poético para despedir al profesor que les cambia la vida.
Hay acné.
Hay complejo de culo gordo.
Hay timideces que dejan solo a quien preferiría no estarlo.
Una vez me quejé delante de una amiga, como si el espíritu del abuelo Cebolleta se hubiera apoderado de mi ser, lamentando lo poco poquísimo que leen los estudiantes.
«Tú y yo leíamos porque nos mataban siempre al balón prisionero y no nos atrevíamos a fumar», me espetó sin ápice de compasión, aquella malvada.
Puede que sí, que las dos nos fuéramos a vivir a los libros por pura necesidad. Que no podamos comparar ese tiempo sin móviles iluminándose lujuriosos en los bolsillos, a cada rato, sin centros comerciales hipnóticos, sin necesidad de aprender a descifrar la realidad porque es puro parpadeo de Tik Tok. Lo que puedas comprender en veinte segundos no merece un libro de doscientas páginas.
No voy a hacer feliz a nadie.
No trato de motivar a nadie.
No he salvado a nadie.
La escuela es un oficio parecido al de picar piedra. Terminas cansada cada día, pero en algo se diferencia a otros oficios agotadores. Sigo amando los libros y al lenguaje. Me enseño un poco cada día cuando explico, me enseño a mí misma, quiero decir. Casi nunca te dicen que quieren estudiar tu materia, no sueñan con la filología ni con explicar temas de lengua y literatura en una clase de chavales hambrientos o sobreexcitados después del recreo.
Marketing, Medicina, Algo que Sirva.
Yo no quiero servirte.
Es hermoso no servir para nada.
Yo no sirvo para nada y eso me hace libre.
Pero si hay algo cierto es que, a pesar de todo, de tanto, no me aburre nunca mi profesión. Que sé que algunas veces una alumna levanta los ojos del texto, unos ojos muy negros que brillan mucho, cuando comprende que William Wilson sale corriendo del internado porque ha visto todo lo que él es, en el más terrorífico sentido de la palabra «todo», al mirar el rostro dormido de un compañero.
Que el alumno al que tuviste que poner un doloroso parte el segundo día de clase hoy hace de malo en la comedieta que os estáis inventando en Taller. Y se ríe así, «Jojojó», cada vez que habla.
Que no estás aquí para obrar milagros ni salir a hombros de una plaza, no eres psicóloga aficionada ni la amiga guay del alumnado.
Estar para repetirte a diario unos votos secretos cada vez que entras en el aula. Para leer «Una luz en la ventana» y que una de ellas levante la mano y te diga, cuando les preguntas, que el cuento «va de que a veces encontramos a alguien muy parecido a nosotros en el lugar más inesperado».
Estás aquí para ver, con suerte, cómo algunos milagros suceden por sí solos, cómo de vez en cuando alguno de los chicos y chicas que pasan por tus clases decide cruzar la puerta, adentrarse en esa forma de estar solo sin estarlo nunca que es el amor a la palabra.
Y es, eso sí puedo afirmarlo, como ver una aurora boreal con alma de drag queen. Como encontrar un bar con la cafetera encendida a las dos de la mañana. Como estar viva para siempre, sin artrosis ni desmemoria.
Patricia Esteban Erlés.

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