TAN FEA

Me han invitado a una fiesta. Justo hoy que no tengo otros planes. Anoto la dirección y acudo en taxi. Un mayordomo con gesto horrorizado me abre la puerta a una amplia oscuridad. Con suelo de ajedrez, creo, y techos altísimos.
Antes de que pueda reaccionar, aparece bajo mi nariz una temblorosa bandeja repleta de copas violetas, negras, marrones. Tras la bandeja imposible un joven rostro de camarero asimismo horrorizado.
Inquieta hurgo en mi bolsillo para comprobar la dirección. El taxi se ha equivocado, seguro. O la invitación no era para mí. Esta manía de aceptar cualquier cosa si no hay nada mejor. Pero algo me empuja hacia adentro y la puerta se cierra a mi espalda. Tropiezo y pierdo el papel de las señas mientras un alma despiadada sube lentamente la luz de la estancia. Va apareciendo un gran salón repleto de invitados.
Cómo decirlo. Cómo expresarlo. Todos son feos. Todos. Incluso horribles. Están solos como islas diminutas, cada uno sobre su gran baldosa, blanca o negra. Tensos, con la mirada baja, que a veces dirigen a los demás con disimulo. Con esa mezcla de piedad y temor con la que miramos a alguien espantoso. Todos beben de las oscuras copas con gesto estoico. Como para envenenarse del todo. Nadie habla con nadie por si acaso la fealdad se contagia por vía oral. Alguien pone música pero nadie baila. La música retumba en los lejanos techos.
Para entonces yo me debato entre el desasosiego, la incomodidad, la negación. Incluso el miedo. Intento volver a la puerta, salir de aquí. Pero hay más gente que antes, más feos que antes y no la veo. El ajedrez del suelo está ocupado por figuras en perfecta formación para una partida interminable.
Comienzo a buscar espejos con ansiedad. En las paredes con pesados cortinones. En el escaso y recargado mobiliario. Necesito verme, ver mi cara reflejada en algún sitio. Reconocerme. Yo no soy como ellos. Alguien se ha confundido, yo no tengo que estar aquí. Yo soy normal.
No encuentro espejos ni superficie brillante alguna. Como no sé jugar al ajedrez, no puedo moverme. Abandonar la baldosa por mi cuenta. En cuanto lo intento, alguien me empuja hacia mi sitio con más o menos firmeza. Me invade la angustia porque todos me miran igual. Como si yo fuera una de ellos. No. Están equivocados. No digo que yo sea guapa, no. Normal tirando a bien. Hoy, al salir de casa, tan arreglada, me he visto fantástica en el espejo del pasillo. Dios, tiene que haber un espejo en algún sitio. En el servicio, claro, pero dónde estará el servicio.
Al girar sobre mí misma tropiezo con unos ojos que se yerguen cinco baldosas más allá. Bueno, con un ojo. Enorme, brillante, negro. En el lugar del otro solo hay un hueco, apenas oculto por un gran diamante redondo. El efecto es terrible, pero espectacular. Esos ojos pertenecen a un hombre corpulento, de aspecto entre torpe y dulce. A pesar de su rostro. Sus mejillas y el dorso de sus manos están cubiertas de pelo castaño. Sin embargo su cráneo brilla liso, sin cabello alguno.
Tengo que volver la cabeza. No quiero mirarlo. Que desaparezca. Pero el diamante incrustado en su vacía órbita me mantiene como hipnotizada. Una sola idea martillea mi cerebro: este hombre no me conoce. No me conoce. Por qué me mira. Yo no le he visto nunca.
Oculto mi cara entre las manos. Cuando las retire, estaré en una fiesta de las de siempre, lo sé. Con gente normal. Vale, aceptaré bastones, obesos, esqueléticos, jorobados. Pero la cara, por favor, la cara no.
Escudriño entre mis dedos. Han debido de mover piezas en la partida de ajedrez. Ojo de Diamante está más cerca, casi junto a mí. Me estoy volviendo loca. Su ojo vivo me parece suave, tranquilo. Incluso creo adivinar media sonrisa en una roja boca oculta entre pelo marrón. Me agarro las manos a la espalda. Ese gesto siempre me tranquiliza.
Decido lanzarme. Arriesgarme. Tomar la iniciativa. Le pregunto bajito oye, tienes un espejo. Me mira y oculta una mano bajo su impecable frac. Saca un pequeño estuche plano, de cuero negro, y lo abre. Qué bonito, pienso, este hombre es feísimo pero es elegante. Me asomo ansiosa al pequeño cristal biselado. Ahí estaré yo. La de siempre. Yo.
Al otro lado del espejo me observan dos ojos opacos, apenas sin pestañas, derrumbados entre bolsas de ajada piel. Una cicatriz oblicua y oscura atraviesa el pómulo derecho y se pierde en algo parecido a una oreja.
Mi cuerpo se inunda de sudor frío. Todo gira. No puedo pensar. Caigo en un pozo sin fin, pero en el último momento algo me sujeta. Me fuerzan a abrir la boca y beber. Me ahogo, me atraganto. Al fin revivo, parece que todo vuelve a ordenarse.
Pero no abriré los ojos. Me quedaré ciega para siempre. Lo prefiero mil veces a la fealdad. La fealdad que te hace tan distinta. La fealdad que te aleja, que te separa. Y no lloraré. Y no abriré los ojos. Una lenta columna helada comienza a reptar por mi espalda. A su paso todo se petrifica. Mejor, así tampoco sentiré.
De súbito algo cálido me roza la mejilla. Una, otra vez. Es un tacto agradable. Levísimo, inesperado. Fuera de contexto. Que no, que no miraré. Pero unos dedos suaves, o eso me parece, me apartan el pelo de la cara. Recorren con delicadeza la línea de mis orejas. De mi frente. De mis cejas. De mi nariz. De mis labios. Sin poder evitarlo abro los ojos.
Luisa Horno.
Sobre Luisa Horno 15 artículos
Luisa ha sido bibliotecaria, amante de la lectura porque su padre la inculcó el amor infinito a los libros. Luego la vida se la tragó un rato, justo el tiempo que tuvo de tener tres hijos y una vida vivida y quizá sufrida. Llegó el divorcio, la jubilación y decidió escribir. Hizo talleres y no ha parado, ha ganado el premio Caixa Forum de Relatos. Maestra indiscutible del relato corto...

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