La Madriguera

Hay muchas formas de contar lo que ocurre, expertos, teóricos, opinadores de todo tipo, la redes, y demás medios de comunicación se llena de esas voces. Una infopandemia que nos colapsa y no nos pone nada fácil cogerle la medida a todo esto. Quizás porque no haya manera de hacerlo. Quizás todos formemos parte de un enorme cuadro de Hopper en plena construcción y otros de un grafiti de Bansky a la intemperie. Tal vez de ambos, o de ninguno, no lo sé.

Por eso “La madriguera” quiere aproximarse a lo que sucede otro lugar, desde lo cotidiano, desde el de la escucha, desde el de quien escribe, vive y siente: Desde ti. Sin más pretensiones, sin pontificar, sin intención de dar lecciones de nada, ni de juzgar y sobre todo desde la premisa de que “cada palabra y cada gesto cuenta” en este gigantesco rompecabezas en el que nos vemos envueltos:

“Al mundo dale tu voz aunque cantes peor que un sapo” decía el poeta Sergei Yesenin, y esa, en mi opinión, es la clave. Por eso en esta madriguera cabemos todos y todas, quienes estamos dentro y quienes se quedan fuera, tiene que ser así, no puede ser de otra manera. Porque, como decía mi abuela, “todo pasa, lo que importa es lo que hacemos en el “durante”.

Muchas gracias a todas y cada una de las personas que os asomáis al otro lado de este espejo lleno de caras.

Y ese “durante” se ve inmerso el hijo de Jose Antonio Gallego que nos hace llegar su texto desde Cabezón de la Sal. Va por ellos

PRIMEROS PLANOS

 

Ayer se me fue la mano y puse un tuit personal en las redes. Era sobre mi hijo. Pensé que casi nadie lo leería, y por tanto tenía el valor espiritual, sanador y gratuito de la botella tirada al mar con un mensaje. Al poco, un amigo, sorprendentemente, me lo agradeció y me pidió que escribiera un porqué de esa pequeña e inevitable erupción paternal:

Y llegó el Apocalipsis al país de Zara; y todo lo subvirtió. Un pequeño bicho de unos cuantos nanómetros, que apenas si puede considerarse un “ser vivo”, que es poco más que un androide de la evolución, ha venido para poner una gran lente sobre nuestra vida. No todo el mundo sabrá mirar a través de dicha lente, pero al menos durante unas cuantas semanas funcionarán neuronas nuestras que teníamos olvidadas o directamente desahuciadas. Volvemos a mirar la película de la vida en plano general, y curiosamente a ello nos ayuda el primer plano y el plano de detalle que nos imponen los días de encierro. Y descubrimos belleza donde no la había, y descubrimos miseria donde creíamos que existía la rectitud y la generosidad.

Aquel viejo amigo pesado que empezabas a olvidar y que ahora se convierte en más cercano y más presente. Al policía canalla que te multó sin motivo lo reconoces en la televisión llevando comida al anciano que tú nunca te atreviste a llamar. El vecino arisco e introvertido de cuyo oficio no tenías noticia, resulta ser el enfermero que se juega la vida en ese hospital saturado. Aquel político que votaste y aparecía como dechado de virtud, te sorprende con actitudes barriobajeras y miserables. El ama de casa de ceño fruncido que veías colarse con desparpajo de matón de feria en la cola del supermercado, ahora resulta que cose mascarillas gratis para su centro de salud (mascarillas no homologadas que con suerte salvarán del contagio a personas homologadas). Quizás aquel bombero metido en mil y una historias de atención al refugiado, simula ahora una baja por no poder resistir el miedo a la enfermedad. La farmaceútica votante confesa de aquel partido nacional-populista hace turnos dobles voluntariamente para atender a gente nerviosa que acude a las dos de la madrugada por una urgencia. Tu escritor favorito, ése cuya columna dominical esperabas para dar sentido vital y político a la semana, se destapa como un tertuliano de opinión fácil y cuñadista en la televisión de guardia. Fronteras que se desdibujan mediante lo pequeño del encierro, líneas claras que ya no lo son tanto mediante el detalle machacón de los primeros planos constantes de un día tras otro viendo lo mismo. Lo de siempre que se transforma en otra cosa distinta y nueva por mor de una bendita prisión.

Y mi hijo, a quien mirábamos con el gran angular de la despreocupación juvenil, con el prejuicio del botellón, con el cartelito de la Playstation, se va serio y erguido por la mañana a acompañar y lavar a una persona dependiente. Y serio y erguido, sigue yendo por la tarde a pasear y hacer reír a un síndrome Down. Y por la noche, cuando todos dormimos o vemos Netflix, acude a velar el sueño de unos ancianos. Y todo ello con las armas no virtuales de unos guantes, una mascarilla y una bata. Mientras, el que era mi escritor preferido, grita en un teledebate nocturno que los verdaderos héroes son los que no salimos de casa. Y yo me siento como el gusano en el surco, perdonando al arado que ha roto su tranquilidad.

Jose Antonio Gallego

Imagen de portada y final cedida por el artista Juanjo Viota.

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