Los Van der Eynde (2º PARTE)

Los recuerdos me remiten a una mañana de comienzos del mes de Agosto de 1962 cuando, para sorpresa general, y mía en particular, aparecieron varios cuadros colgados en los soportales de la Plaza Porticada, dándome de bruces con ellos y también con sus jóvenes autores: Constantino García Gómez (1944), el ya citado Arturo van den Eynde Ceruti (1945-2003), Ángel de la Hoz y de la Escalera (1946), Diego Bedia Casanueva, Javier Cantera y Ángel Jordá; los tres primeros se convertirían, pasado bastante tiempo, en profesionales de la Arquitectura y, que yo sepa o recuerde, por lo menos el siguiente de la lista ejercería tanto la crítica como el comisariado artístico.

Creo que la iniciativa hasta entonces insólita de ocupar artísticamente ese espacio público se debió a Constantino García, puesto que ya había expuesto sus dibujos en la sala del Ateneo unos meses antes. Para los que no conozcan el enclave santanderino que desde un par de décadas atrás venía siendo divulgado a nivel nacional, mediante los montajes promovidos por Festivales de España que anualmente transformaban la, oficialmente denominada, Plaza de Velarde en un recinto cultural estival que permitía a los más afortunados ponerse al día culturalmente, asistiendo a los eventos musicales, de danza y escénicos que recorrían España, y, de paso, que facilitaban a sus artífices y familiares madrileños el poder veranear en la costa a costa de las arcas del Estado.

Pero en el día a día del resto del año aquel escenario de las fugaces maravillas recobraba una auténtica función político-administrativa que no dejaba de conllevar cierto cariz represivo, a la manera de las antiguas plaza-fuerte o fortín medieval, porque en él se había construido el Gobierno Civil, con los lúgubres sótanos de la Comisaría anidados en sus bajos, flanqueado a su derecha por el Gobierno Militar y la Delegación Provincial de Información y Turismo, a su izquierda por la Delegación de Hacienda, y cerrando a manera de complemento la Cámara de Comercio, Industria y Navegación así como la Caja de Ahorros de Santander, institución entonces de crédito y ahorro popular a la vez que de carácter benéfico-social, que en una de sus elevaciones albergaba la Jefatura Provincial del Movimiento, cuya máxima jerarquía la ostentaba inevitablemente el poncio de turno, y en la otra aún cabían las instalaciones de la bisoña emisora Radio Cantabria, órgano vergonzante de Falange y de las JONS. Para reforzar ese concepto de plaza fuerte diseñado por el neoherrerismo arquitectónico utilizado, en los pisos altos de cada edificio residían los delegados del franquismo, y en uno de los bares de los callejones aledaños se reunían los porteros de fincas, confidentes casi todos de la Policía.

Aquellos alevines de pintor eran unos estudiantes procedentes de las aulas del Colegio de los Padres Escolapios, establecimiento educativo al cual la generación anterior a los ya citados había proporcionado nombres que en un futuro habrían de alcanzar cierta relevancia en el mundo de la cultura y la política; como, por ejemplo, los de Juan Carlos Calderón López de Arróyabe, José Ramón Sánchez, Álvaro Pombo García de los Ríos, Juan Navarro Baldeweg, Joaquín Leguina Herrán, Santiago Pérez Obregón, César Peña Pérez, Arturo del Villar Santamaría…

Supongo que en la función formativa algo tendría que ver la presencia del fraile torancés Manuel Calderón para que este nutrido grupo, al que habrán de añadirse los nombres de Felipe de la Llama Vázquez (1945), José Ignacio Cherné Hernández (1946-2015), Francisco José Orellana Gutiérrez del Álamo (1946-2012) y José Ramos Castro, dirigiera sus incipientes pasos de aprendices de brujo hacia las instalaciones del Ateneo santanderino. En nuestros encuentros posteriores, ya fueran en Santander, Madrid o el valle de Toranzo, el antiguo escolapio, después secularizado y ascendido de hermano a la categoría de padre (pero ya de familia), siempre tuvo frases de elogio para ellos y un recuerdo muy especial hacia la sensibilidad demostrada por el Arturo de sus años escolares.

Los socios menores de edad, y la mayor parte todavía lo éramos, pagábamos una cuota reducida de quince pesetas mensuales, y con ello se tenía acceso a las conferencias, exposiciones, sesiones de cine y teatro, conciertos y audiciones musicales, biblioteca y tertulias en su salón social, y las demás actividades culturales que diariamente tenían lugar en sus salones.

De entre todos ellos, pronto destacó la presencia de Arturo van den Eynde, que era uno de los mayores del grupo, manifestando unos conocimientos, opiniones y maneras que resultaban enormemente maduros para lo que se pensaba que a su juventud pudiera corresponderle. Una juventud que, como ya he dicho en alguna otra ocasión, también llamó la atención de la tertulia colindante formada por dos personajes históricos en la institución cultural, por haber formado parte entre los creadores de la misma: el melómano Gabriel María de Pombo e Ybarra (1879-1969), su primer presidente, y su coetáneo y amigo el pintor Gerardo de Alvear (1887-1964). Ambos rondaban los ochenta años, pero mantenían un espíritu abierto, pese a su sordera compartida, hacia las inquietudes de la nueva generación, en algunos de cuyos componentes quizás se veían retratados tantos años después.

Desconozco si Arturo continuó practicando la pintura, pero por lo menos sí que lo hicieron Constantino García y Ángel de la Hoz (junior, porque había y afortunadamente todavía hay un senior que también era pintor y fotógrafo): se dice que en el interior de todo arquitecto coexiste un pintor encubierto a la par que frustrado. No hace demasiado tiempo, el ceramista Miguel González (discípulo del también ceramista, además de pintor, Miguel Vázquez), testigo que fue de aquella época y también amigo común, me insistía en que Arturo nunca había sido pintor; pero yo guardo cumplido recuerdo del cuadro que le compré con ocasión de su paso por la exposición al aire libre de la Plaza Porticada. Un cuadro de realismo social que mostraba un tema rural contemplado desde una perspectiva cubista y con ciertos rasgos del muralismo mexicano, que permaneció colgado durante treinta años en el comedor de mi domicilio familiar de la travesía de San Simón, para finalmente perecer en medio de la barahúnda que acostumbra a formarse con motivo de los cambios de domicilio: algo equivalente a medio incendio, como suele decirse. Mi memoria se ve refrendada cuando contemplo la reproducción de algunos dibujos suyos utilizados para ilustrar la edición de El libro de los pescados (1997), de Carmen Vélez, reeditado repetidamente poco tiempo después de desaparecer definitivamente su autor sin haber cumplido aún los sesenta años.

El cuadro citado se perdió, de la misma manera que perdí la caricatura en hierro que a Fidel Castro le había hecho Alfonso Martín Casas (1914-2009) y que también había adquirido con parte de mi modesto peculio ganado como oficinista ocasional en el Colegio de Médicos. A estas dos obras que ahora vienen a mi pensamiento, las cuales la nostalgia del tiempo pasado hace añorar como se añora todo aquello que nos rodeó sin que concediéramos gran importancia a su existencia, habría que añadir el óleo al que titulamos La tetuda esquelética, pintado y regalado por mi entrañable amigo Julián Cuesta García, además de otro óleo del pintor argentino Olavarrieta, obtenido como resultado de un trueque por libros, y que fue objeto del saqueo obsesivo que la camada negra local llevó a cabo en los años 70-80 con total impunidad, por su misma inmunidad, con nocturnidad y la alevosía de la reiteración manifestada después de romper las puertas y escaparates de la Librería Puntal. Cerremos este inventario con la anotación de tres obras de Úrculo, Ballester y Campano abducidas por los almacenes del Museo Municipal de Bellas Artes sin que hasta la fecha podamos detectar rastro alguno acerca de su paradero. Y no es porque fueran pequeñas sus dimensiones, precisamente.

Pero toda esta peripecia que, por otro lado, tan bien retrata algunos de los antecedentes más inmediatos de nuestra sociedad, ya no la llegó a presenciar Arturo, sujeto como estaba a otros avatares políticos que le habían llevado de la militancia clandestina en Barcelona hasta el exilio francés, desde donde regresaría con las promesas de una democracia recientemente recuperada en nuestro país, pero como se ve, aún  muy precaria en nuestra provincia, después  región.

José Ramón Saiz Viadero

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Escritor, historiador, periodista, conferenciante. Especialista en historia de Cantabria y del cine español. Ha sido asesor cultural del Ayuntamiento de Santander, y concejal en las primeras elecciones municipales.

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