Monty

Rechazó “La ley del silencio”.
Rechazó “Solo ante el peligro”.
Rechazó Raíces profundas.
Rechazó “El crepúsculo de los dioses.”
Se compró una casa de piedra en Nueva York y allí los guiones se amontonaban al final de una escalera. Una empalizada de argumentos tentadores que había que sortear para entrar en la habitación. Y no es difícil imaginarlo descalzo y borrachísimo, dando patadas a los papeles que nunca interpretó, a los personajes que hubieran podido ser inolvidables, si a él le hubiera dado la gana.
Dicen que su madre no esperaba que de aquel parto nacieran mellizos y que literalmente hizo fuerza para impedir que saliera al mundo. Quería devolverlo a él, el segundo hijo, el que sobraba, al interior de su útero.
Dicen que al hombretón de Burt Lancaster le temblaba todo el cuerpo en una de las escenas en que coincidió con él.
Dicen que en «De aquí a la eternidad» hacía de corneta del ejército y que aunque la corneta no aparece ni una sola vez él aprendió a respirar y a mover el cuello como alguien acostumbrado a tocarla.
Dicen que se sentaba al otro lado de la vitrina de un bar gay, como exponiéndose, para mirar y ser mirado. Y dejaba que sucediera.
Dicen que Liz Taylor le suplicó de rodillas que se casara con ella. Dicen que supo perder y fue la amiga fiel que nunca le falló. Que él se limitaba a mover la cabeza, completamente borracho, mientras Liz soltaba su parte del guión en «El árbol de la vida«, y que esos simples cabeceos bastaban.
Que no quería ir a esa fiesta que ella le preparó pero fue porque no podía negarle nada.
Que estrelló su coche contra un poste telefónico al final de esa cena y que nadie que no fuera Liz Taylor, tan pequeña y tan valiente, hubiera sido capaz de entrar con su vestido de noche color ciruela por el maletero para ayudarlo y arrastrarse por el amasijo de hierros.
Que Monty se ahogaba porque se había tragado sus dientes y la Taylor, menuda era, se los fue sacando de la garganta con sus propias manos. Porque no iba a consentir que muriera atragantado el único hombre que le había dicho que no cuando le propuso matrimonio.
Dicen que sus amigos formaron una muralla humana ante el coche para evitar que la prensa amarilla, que apareció al instante, fotografiara su rostro destrozado.
Que tardó seis semanas en volver al plató. Debía acabar el rodaje y lo hizo, hasta arriba de morfina y con un remedo de la cara que había enamorado a todo el mundo para apañárselas de ahí en adelante.
Que esa película fue su mayor éxito, porque los espectadores acudían en tropel al cine, apostando entre ellos que sabrían distinguir las escenas de antes y después del accidente.
Patricia Esteban Erlés.

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