NO ES LA IDEOLOGÍA, SON LAS SENSACIONES

 

            Durante la última cena sabatina con los amigos todos parecíamos coincidir en que nos encontrábamos ante lo que uno de ellos definió como un cambio de ciclo. Una más al estilo del que llevó al PSOE de Felipe González a la oposición, el que puso fin al aznarato con sus mentiras para meter a España en una guerra neocolonial como lacayo del Tío Sam, el que acabó con el buen talante de Zapatero por engañar a todo un país, y quién sabe si también a él mismo, con la crisis de 2008, o el último de todos hasta ahora, el ciclo de la corrupción institucionalizada y el sadismo contra las clases populares con la coartada de la crisis antes citada de un tal M. Rajoy. De ese modo, parecería que ahora toca despedir el ciclo de Pedro Sánchez y su coalición con la izquierda surgida del Movimiento 15-M, puede que solo inspirada en este e incluso a costa de este, y sostenida con los votos de los partidos nacionalistas e independentistas de la periferia. Todo parece apuntar a ello tras una legislatura algo más que accidentada. Sí, porque, si por lo general la derecha española tiene siempre la tentación de considerar a los gobiernos de izquierdas poco más que arrendatarios temporales de lo que ellos consideran que en realidad les pertenece por derecho de clase e incluso de guerra, es decir, de herederos de los que ganaron la Civil y por tanto se enseñorearon del país hasta que ya no les quedó otra que someterse al juego democrático para adaptarse a los tiempos y poco más, con el gobierno de Pedro Sánchez ya ha sido la apoteosis de una creencia según la cual son ellos quienes deciden no sólo quiénes tienen la legitimidad, ya no secumdum legem porque esa la dan las urnas y más en concreto las reglas del parlamentarismo democrático español que han hecho posible el gobierno que nos ocupa, sino la moral para gobernar España. Peor aún, la derecha española bajo cualquiera de sus formas, la derecha extrema del PP y la extrema derecha de VOX, amén de los patéticos adventicios de Ciudadanos en vías naturales de extinción y algún diputado suelto de la derecha regional, suele arrogarse el derecho a decidir quiénes son buenos o malos españoles de acuerdo a unos principios que van más allá de lo que establece la Constitución del 78 a la hora de otorgar la ciudadanía española. Así a grosso modo, se podría decir que son buenos españoles todos los que comparten con la derecha española una idea monolítica de la nación española, o lo que es lo mismo, una idea uninacional y esencialmente pancastellana en la que todo lo que no se ajuste a ese ideario esencialmente jacobino representa una amenaza ya solo por existir, y ya más en concreto el sentimiento nacional alternativo al español –del cual se podrá disentir todo lo que haga falta y más, pero tan respetable en términos democráticos como cualquier otro- de muchos ciudadanos españoles de la periferia, o ya solo una molestia con la que hay que bregar siempre a regañadientes, lo cual se podría resumir en cualquier manifestación lingüística o cultura distinta a la que ellos juzgan la común de todos los españoles casi que por decreto. Pero todavía más, la derecha española no solo se niega a aceptar el derecho, reconocido por la ley en calidad de depositarios del voto de un número siempre importante de la ciudadanos españoles, de esos “malos españoles” a decidir sobre los asuntos que atañen a la gobernanza del conjunto del estado, o lo que es lo mismo, de los políticos nacionalistas e independentistas de las diferentes nacionalidades que incluso la constitución, la cual es agitada siempre por la susodicha derecha española a modo de bandera para arremeter contra el adversario político, recoge como tales, sino también a esos otros españoles que sin cuestionar la unidad patria asumen la pluralidad no solo lingüística y cultural de España como una riqueza y no un problema, y no digamos ya si encima les vienen hablando de conceptos como la plurinacionalidad, el federalismo, la soberanía compartía u otras zarandajas que harían revolverse en su tumba al mismísimo Caudillo.

Así pues, la derecha española no ha dudado ni un solo segundo en declarar al gobierno de coalición de Pedro Sánchez como ilegítimo única y exclusivamente por apoyarse en los que ellos consideran “malos españoles” y tildando por ello al presidente y sus ministros incluso de traidores a la patria. De hecho, no hubo ni los acostumbrados cien días de cortesía con un gobierno que se estrenaba. No porque tenían la excusa perfecta, la de un gobierno en manos de “los enemigos de España” dado que necesitaban de los votos de los independentistas de ERC y la izquierda abertzale de BILDU a la que siempre habría algo que reprocharle por connivencia con el terrorismo de ETA en el pasado. Pero sobre todo, lo que la derecha española, con la inestimable y yo diría que hasta decisiva colaboración de sus esbirros mediáticos de todo tipo, sus jueces afines y unos sindicatos policiales mayoritarios entregados en cuerpo y alma a esa puesta a punto del fascismo español de toda la vida que es VOX, no podía tolerar es que un partido a la izquierda del PSOE, al fin y al cabo la otra pata que sustentaba la mesa del nuevo bipartidismo de esta segunda restauración borbónica, compartiera con este la gobernanza del estado poniendo en peligro con sus políticas de izquierda reformista lo que ellos consideran los pilares inamovibles del Estado bajo cuyas élites de toda la vida han estado enriqueciéndose a cuenta de un entramado institucional en el que impera la ley de la ventaja por estar siempre al arrimo del poder político, algo que primero surgió en los tiempos de la dictadura y que ya con la democracia parece haberse convertido en la manera natural y lógica de hacer negocios para toda una clase social caracterizada por el privilegio y el abuso de lo público para sus propios intereses.

Así pues, la izquierda a la izquierda del PSOE, la que venía a asaltar los cielos y que parece haberse quedado en las nubes entre sus rencillas internas, su ceguera sectaria para con aquellos que no les bailan el agua en todo y no digamos ya sus errores de bulto en el ejercicio de poder, suponía un verdadero peligro para esa manera de concebir también España, en este caso, y por resumirlo de algún modo, como el negociado de las élites antes mencionadas en connivencia con los imprescindibles advenedizos. Había que destruir cualquier alternativa a lo establecido por parte de esa izquierda que de extrema sólo tenía las formas, dado que, aunque la canalla mediática haya conseguido extender el sambenito de “comunistas” o “radicales de izquierdas”, su programa electoral ya anunciaba que de lo subvertir el orden establecido para crear uno nuevo desde la raíz nada de nada, todo lo más una puesta a punto de la socialdemocracia de toda la vida que los socialdemócratas del PSOE  tenían muy descafeinada después de décadas de flirteo con el neoliberalismo que pregonó en su momento un tal Solchaga en su famosa frase de España es el país de Europa donde más fácil es hacerse rico.”

Así pues, la nueva alternativa socialdemócrata ha sido objeto de una campaña de acoso y derribo mediático y judicial despiadada. Una campaña en la que en la mayoría de los casos el único objetivo real era extender una serie de bulos, ya sea tanto con falsas denuncias de corrupción como apelando a los prejuicios más acendrados de la gente del común contra la izquierda, a destacar ese tan extendido entre los más simples que confunde el compromiso político de la gente de izquierda con el voto de pobreza al estilo de los monjes franciscanos, todo ello con el propósito de que estos hicieran mella en el subconsciente colectivo de los españoles por muy falsos o ridículos que fueran los bulos y prejuicios en cuestión, e incluso a pesar de que la justicia acabara desestimando todas y cada una de las denuncias hechas a la gente de Podemos y otras organizaciones a la izquierda del PSOE. Claro que para extender entre la gente del común la sospecha de una izquierda alternativa a la del PSOE poco de fiar por extremista, sectaria e incluso incompetente, ya se han valido ellos mismos como triste ejemplo del enésimo fracaso de la izquierda para dejar a un lado las minucias ideológicas que los separan, amén de los egos de cada cual y quién sabe si algún que otro proyecto personal.  En cualquier caso, una falta de voluntad y sobre todo generosidad pasmosas, ya no sólo para “sumar” en vez de restar, sino sobre todo para ofrecer a la ciudadanía que todavía se resiste a aceptar el pragmatismo resignado a lo “es lo que hay y nada se puede hacer por cambiar las cosas”, como poco una brizna de esperanza en forma de unidad de toda la izquierda a la izquierda del PSOE.

Y por si no fuera poca ya hostilidad por parte de la derecha española, y otros agentes de la sociedad y la economía identificados siempre con ésta, llega una pandemia que paraliza el mundo y obliga al gobierno de Sánchez a tomar unas medidas excepcionales que son recibidas por parte de la población como un ataque a sus libertades en respuesta a no se sabe muy bien qué agenda oculta para instaurar una hipotética dictadura. Una chaladura que va más allá de los cuatro conspiranoicos de rigor, solo hubo que ver la cantidad de ciudadanos presuntamente normales que no dudaron en salir a la calle para protestar como posesos contra unas medidas que no fueron mucho más diferentes, con todos sus fallos y aciertos, que las que se tomaron en los países de nuestro entorno europeo y democrático. A decir vedad, basta con asomarse a la prensa internacional para corroborar la idea de que el Gobierno de Sánchez no sólo no gestionó la pandemia peor que los demás, como si lo hicieron en cambio Trump y Bolsonaro, incluso siendo susceptibles de haber cometido crímenes de lesa humanidad, sino que fue de los más eficaces de la Unión Europea a pesar del lógico desconcierto y las meteduras de pata de los primeros momentos.

Sin embargo, da igual lo que se diga o los datos que se pongan sobre la mesa, si el adversario político quiere creer que el gobierno de Sánchez fue el que peor gestionó la pandemia del mundo eso y no otra cosa será lo que crea hasta el día del Juicio Final. ¿Por qué? Pues porque hemos resucitado el fantasma de las dos Españas en toda su crudeza y ya nadie está dispuesto a creerse otra cosa que no sea aquella que sirva para reforzar sus convicciones, en especial si esas convicciones son contra otros. Una capa muy amplia de la ciudadanía está absolutamente cerrada en banda a escuchar cualquiera de los argumentos del adversario político, cuando no derivado ya directamente en enemigo a efectos prácticos, y ya solo espera que las urnas sentencien lo que tengan que sentenciar.

¿Cómo hemos llegado a este punto? Pues mucho me temo que no haya tenido que ver, en exclusiva, con las secuelas de la Pandemia, o las de la Guerra de Ucrania que ha provocado una nueva crisis económica como consecuencia de la inflación que desencadenan siempre este tipo de conflictos al trastocarse de sopetón el flujo comercial preestablecido, así como tampoco los errores estratégicos del gobierno de Sánchez, como aquellos relacionados con la gestión de los indultos de los independentistas catalanes y cosas tan inexplicables para el ciudadano del común como la reforma de los delitos de sedición o la rebaja del de malversación cuando no hay lucro personal, así como el escándalo mediático de la puesta en libertad antes de lo previsto de criminales sexuales como consecuencia de la aplicación en virtud de una confusa lógica jurídica de la llamada Ley del sí es sí del ministerio de igualdad de Irene Montero, y a lo que habría que añadir una larga serie de leyes o proyectos de enmienda de estas que son suficientes en sí mismos para exasperar a un número sinfín de colectivos más o menos amplios, desde el de los agricultores cada vez más sometidos a un control administrativo que limita su autonomía por cualquier nadería a las propias feministas que no comulgan con esas otras del ministerio de Igualdad y que han provocado uno de los espectáculos más tristes de los últimos años al evidenciar una división que nunca debía haber existido, sean suficientes para explicar el descalabro electoral que se anuncia para la actual coalición del PSOE y lo que sea que tome el relevo de Unidas Podemos.

De ese modo, convenía con mi hijo mayor hace unos días, durante uno de nuestros paseos vespertinos, que da igual lo mucho de bueno que haya podido hacer el gobierno de Sánchez en algunos campos, ya sea el de la gestión de la pandemia con el objetivo –si conseguido o no eso ya es harina de otro costal, y sobre todo de cómo le haya ido a cada cual- de procurar evitar el desastre económico a cuanta más gente mucho mejor –y sí, dicho lo cual toca reflexionar acerca de cómo habría sido dicha gestión de la pandemia con un gobierno como el M. Rajoy, el de los recortes a lo sálvese quien pueda que ya sabemos que esos siempre serán los mismos, vamos, los nuestros, los mejores situados-, la reforma laboral, la subida del salario medio interprofesional,  incremento de las pensiones  y de los salarios públicos, la supresión del impuesto al sol, medidas a favor del medio ambiente y en especial de las fuentes de energía más ecológicas, o el control más o menos exitoso de la inflación, siquiera ya solo en comparación con el del resto de los países de nuestro entorno inmediato, y así en general la gestión de un escudo social para proteger a los más débiles de lo peor de la pandemia y la crisis económica, porque cuando se impone la sensación de que estamos ante un final de ciclo lo único que parece perdurar en la conciencia del ciudadano medio es todo lo negativo. “La gente se guía única y exclusivamente por las emociones, nunca por la razón”, me decía el chaval con la contundencia típica y casi que sin lugar a réplica de la adolescencia. Y eso poniéndome además como ejemplo el comportamiento de la plebe, es decir, el pueblo llano, durante la época clásica, ya sea en la Atenas de Solón o en la Roma republicana con los Gracos, que por algo lo tenía fresco del último examen de Historia en el insti. Yo le intentaba contrarrestar dicha contundencia con el argumento de que los que de verdad se dejan guiar por las emociones son precisamente aquellos que creen votar de acuerdo con lo que creen los dictados tanto de su sentido común como de sus principios inamovibles. Me refiero, así en general, a todos aquellos que nutren con sus votos eso que se llama el electorado fiel de los partidos y que, por desgracia, conforman el cogollo de cada una de esas dos Españas prácticamente irreconciliables. Sí, porque para hacerlo tendrían que empezar por reconocerse como tales y después aceptar el derecho no solo a existir sino también a disentir del otro. Sin embargo, ese electorado fiel nunca suele ser el que decide unas elecciones, eso lo hace una mayoría dividida ente los que acostumbran a cambiar la orientación de su voto a la menor decepción con el partido al que entregaron su voto en las últimas elecciones, y esos otros que simple y llanamente se abstienen en la convicción de haber sido defraudados por su propia gente.

Así pues, son estos últimos quienes deciden su voto conforme, antes que nada, a un conjunto de sensaciones. Y las sensaciones, es decir, la percepción psíquica de los hechos a través de la capacidad intuitiva de cada cual según su personalidad y sobre todo sus capacidades intelectuales, son las que pueden determinar que se ha llegado a un final de ciclo como el del actual gobierno de izquierdas. Unas sensaciones a las que contribuyen tanto el cansancio de una legislatura que, aun siendo la primera –por lo general los ciclos a los que nos referíamos al principio solían ser de un mínimo de dos legislaturas- y sin haber acabado todavía, ha sido de una aspereza inusitada, si bien no tanto porque durante las anteriores no haya habido errores y contradicciones de igual e incluso peor calado, sino por lo encadenado de estas en un espacio de tiempo tan corto, como que ha sido salir de una pandemia para entrar en una guerra con consecuencias también a escala global y sus correspondientes crisis para la economía, acaso también por cierta contumacia en el error del gobierno de Sánchez, del conjunto o de cada uno de los socios de la coalición, a la hora  de sacar adelante determinados proyectos, así como en la de aplazar otros, a sabiendas de que solo le podían restar votos en una coyuntura sociopolítica cada vez más desfavorable. Todo ello no solo agravado, sino sobre todo sobredimensionado por los verdaderos generadores de sensaciones que son los medios. Y los medios, y en particular la plana mayor de los generalistas de las televisiones, radios y periódicos en papel y buena parte de los digitales, los cuales ya sabemos a servicio de quiénes están en su inmensa mayoría y con muy contadas excepciones, ni más ni menos que de los que los sostienen financieramente y que no son otros que las empresas de IBEX 35, razón por la que siempre trabajarán para que los intereses de estas coincidan con las motivaciones de su línea editorial. El cómo ya lo sabemos, magnificando hasta el ridículo los errores del gobierno, convirtiendo la opinión en información y también extendiendo bulos que desparecen a las pocas semanas cuando son desmentidos y sin que el medio en cuestión rectifique si no se lo imponen judicialmente. A veces llegando incluso ya hasta al ridículo supino como ha hecho recientemente la famosa telepredicadora Ana Rosa Quintana intentando convencer a la legión de fieles que se tragan su programa diario de intoxicación informativa que Pedro Sánchez también es responsable de la bancarrota del Silicon Valley Bank. Todo a mayor gloria del famoso “calumnia que algo queda.

Y vaya si queda, porque lo quieras o no el mensaje va calando gota a gota en el subconsciente de una mayoría de ciudadanos que, con la excepción de aquellos que se molestan en hacer un ejercicio de mínima coherencia intelectual contrastando la información en una época que toda la información posible y además plural está al alcance de cualquiera con solo darle a la tecla del ordenador, el resto se informa de las cosas a través de los medios que tienen más a mano y que son los que son porque así lo ha hecho posible el poderoso caballero don Dinero que decía un tal Quevedo. De modo que si alguno de esos ciudadanos que se mueven a golpe de sensaciones todavía tenía la duda de que el gobierno de Sánchez se dirige de cabeza al desastre en las urnas como consecuencia de una inflación que empobrece a las clases bajas e irrita sobre manera a la clase media que ve en peligro su nivel de vida convencida de que los gobiernos de izquierdas la esquilman con impuestos y grávameles que en muchos casos resultan difíciles de entender si no es desde el simple afán recaudatorio por parte de todas y cada una de las administraciones posibles, ya se encarga la Brunete mediática de la derecha española y las elites económicas a cuyo servicio están, de apuntalar esa sensación de que algo que hay que hacer, y cuanto antes mejor, para enderezar las cosas. Así se genera la sensación generalizada de que toca un cambio de rumbo y que ese solo se puede dar en las urnas. De modo que acaban convenciendo a esa porción del electorado que en su momento también votó a la izquierda con la sensación de que solo esta podía corregir las políticas antisociales del gobierno de un tal M. Rajoy, e incluso dignificar las instituciones tras haber estado en manos de un partido definido por los jueces como una organización criminal, de que ya es hora para que cambie la orientación de su voto entregándoselo a la derecha extrema e incluso a la extrema derecha, eso ya de acuerdo con la rusticidad del discurrir de cada cual. Otro tanto para aquellos que jamás cambiarían la orientación de su voto para dárselo a aquellos que consideran un peligro para su manera de concebir la sociedad, pero que, abrumados por la impresión de que el gobierno de izquierdas en el que tantas esperanzas habían depositado ha acabado decepcionándoles con sus errores y contradicciones –algunas, por citar solo un par de ejemplos, como la del fracaso de la reforma de la llamada Ley Mordaza tras haberla convertido en una de las banderas para movilizar al electorado que se declara sin complejos de izquierdas, o la cagada monumental de Mónica García, al pretender pedir la dimisión del segundo de Ayuso, Enrique Ossorio, un señorito al que le encanta reírse de los problemas de las clases populares, por estar beneficiándose de una ayuda a las familias que la suya no necesita cuando también la de la líder de Más Madrid está haciendo lo mismo, y que no es otra cosa que quedándose con un dinero de todos que ellos no necesitan- tomarán la decisión de quedarse en casa el día de las elecciones con el único propósito de castigar a los que consideran ideológicamente afines. De ese modo, tanto los unos como los otros lo harán movidos por la sensación de que el estado actual de las cosas es simple y llanamente insostenible porque todo se está derrumbando a nuestro alrededor a pasos agigantados, que no hay tiempo para esperar a que Sánchez, o cualquier otro, dé un golpe de timón con el fin de enderezar las cosas, que no hay tiempo si no queremos caer en un pozo todavía más hondo que aquel en el que nos metió Zapatero con su correspondiente porfía en la negación de la realidad y, si no la mentira pura y dura, sí al menos las medias verdades. Una sensación en contra incluso de lo que puede dictar el sentido común a cualquiera que se pare a pensar un minuto en quiénes están enfrente del actual gobierno de Sánchez, ni más ni menos que el partido declarado por los jueces como una organización criminal con un líder al frente que pasaba su tiempo libre en yate de un amigo narcotraficante, el líder escogido por los suyos para –y aquí, faltaría, sigo con la metáfora náutica- para pilotar a buen puerto la milagrosa y casi instantánea reconversión del PP en un partido honrado. Eso por una parte, porque por la otra, todavía nos encontramos con algo mucho más escalofriante, sí, esa versión actualizada del fascismo español en su versión neoliberalismo darwinista o neofalangismo ultranacionalista, que es el partido que si pudiera aboliría de un plumazo todas las leyes que garantizan todos los avances sociales y laborales de los españoles de los últimos años porque consideran que han sido hechos contra el orden establecido por sus mayores, así como los derechos de las minorías e incluso la organización autonómica del Estado porque para ellos España sólo hay una y no diecisiete.

Eso es lo que nos espera porque la mayoría de los ciudadanos del común no podemos escapar de nuestras sensaciones, son ellas las que condicionan en todo momento nuestra manera de enfrentarnos a la realidad, si bien cada cual lo hace peor o mejor armado intelectual o intuitivamente. ¿De verdad se puede esperar que aquellos que defienden, en una época de crisis como la actual, a los únicos que se están beneficiando de esta, a los especuladores que se enriquecen en todas las crisis, van a gobernar para paliar los abusos de estos sobre la gente del común? De verdad que hay que ser muy crédulo, pero mucho, para creerse el mantra neoliberal, y desmontada por los economistas más serios que se puedan citar, de que si a Amancio Ortega o a Juan Roig les va bien enriqueciéndose todavía más mientras a los demás nos va como el culo con una inflación que nos empobrece a todos por momentos, a ti también te va a ir bien más tarde o más temprano, vamos, como si la razón del aumento de sus beneficios pudiera salpicarte de alguna u otra manera porque tienes la suerte de no ser un simple currela, o sí, en cualquier caso nunca un verdadero muerto de hambre, y sí un pequeño autónomo, perdón, un emprendedor de mierda de acuerdo a la neolengua de los gurús del agorero de turno del neoliberalismo, o un profesional cualificado con un sueldo más o menos decente. Otros no, otros tienen muy clara la orientación de su voto pase lo que pase, algunos incluso desde la cuna, y en el caso de los de derechas la mayoría de las veces siempre en función exclusiva de su cartera y déjate de salvar patrias de ningún tipo o de defender no sé qué valores eternos. De modo que somos los demás los que les seguimos el juego, los que acabamos jugando a favor de sus intereses, cuando nos dejamos llevar por la sensación de estar a merced de un gobierno que se nos presenta, o antoja, como un barco a la deriva, cuando no directo al fondo de mar, si no nos apresuramos a arrebatar el timón al capitán para poner a otro al frente, ya da igual quién, si con verdaderos o mejores conocimientos náuticos o no, si con la intención de llevarnos al puerto que a todos nos gustaría para sentirnos a salvo, o más bien a esos otros como el de los piratas de las costas de Cilicia en la Grecia Antigua, el de la isla de la Tortuga, los de los berberiscos o a cualquier otro por el estilo, quiero decir, de pesadilla. Resumiendo, son las sensaciones, y no la ideología, las que deciden las elecciones; pero, claro, también es verdad que las sensaciones, como todo aquello que responde en lo esencial al presentimiento de cada cual condicionado por lo que intuye a su alrededor y siempre en función de sus propias limitaciones cognitivas, suele o puede llevar a engaño cuando menos te lo esperas.

 

Txema Arinas

Berrozti, 17/03/23

 

Sobre Txema Arinas 23 artículos
Escritor español (Vitoria-Gasteiz, 1969). Reside en Oviedo. Licenciado en historia y geografía por la Universidad del País Vasco. Ha vivido en Francia, Irlanda y Venezuela, y aprendió varios idiomas. En los últimos años ha trabajado como profesor de secundaria y además ha desempeñado diversos cargos en la empresa privada. Ha publicado las novelas Los años infames (2007), Gaitajolea (2007), Anochecer en Lisboa (2008), Euskara Galdatan (2008), Maldan Behera Doa Aguro Nire Bihotz Biluzia (2009), Zoko Berri (2009), El sitio (2009), Azoka (2011), Borreroak baditu hamaika aurpegi (2011), Muerte entre las viñas (2012), Como los asnos bajo la carga (2013), En el país de los listos (2015), Testamento de un impostor (2017), Historias de la Almendra (2018) y Los tres nudos (2019), y los ensayos Sabino Arana o la identidad pervertida (2008) y El imposible perdido (2012). Ha colaborado como articulista en el periódico Berria, las revistas Grand Place y Hegats, las revistas digitales Solo Novela Negra y Zubyah, de la asociación cultural Punica Granatum.

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