Putas.

Me daban mucha ternura las putas, a pesar de que eran clientas imprevisibles, generosas y desconfiadas a la vez. Venían por el bingo unas cuantas, chicas muy jóvenes que trabajaban en clubs o en el burdel de madame Charo, o, directamente, en las esquinas de Conde Aranda. Algunas tenían mi edad, veinte años por entonces, y yo pensaba que se parecían a algunas compañeras del colegio que nunca llegaron al instituto, las que tenían fama de chicas fáciles porque desarrollaban cuerpos de mujer en sexto o séptimo y descubrían en ellos un valor nuevo, un don que les permitía, por fin, dejar de ser invisibles.
Las viejas cuchicheaban y se reían, con una mezcla de asco y envidia, cuando alguna de las putas pasaba junto a su mesa. Escaneaban escotes y pantorrillas al aire, criticaban aquellos maquillajes operísticos, los cardados inverosímiles. A los maridos se les iban los ojos detrás de los cuerpos vibrantes, hermosos y pálidos, porque ninguna de esas chicas tomaba nunca el sol ni se levantaba de la cama antes de las cuatro de la tarde.
Me enternecía aquella mirada vieja que tenían todas. Leías el desengaño en sus ojos, por más que vinieran siempre maquilladas y vestidas con minifaldas de charol imposibles, por más que taconearan al entrar para que nadie se perdiera su llegada. Llegaban precedidas por un tufo de colonia cara y gastaban mucho dinero en cartones de bingo y en oro, colgantes de vírgenes, anillos con pedrusco que compraban a la joyera que se pasaba los sábados con un maletín lleno de mercancía. Esos ojos lo habían visto todo, lo sabían todo aunque ellas rieran escandalosamente y nos dieran a las vendedoras billetes de diez mil de propina si les tocaba uno de los gordos. Bebían más de la cuenta, pedían whisky con hielo como si fueran vasos de agua y muchas se drogaban. Recuerdo a Maite, que tenía un perrito despeluchado que a veces traía dentro del bolso. Un día llegó a la sala con un ojo morado y sin dientes. Alguien contó que le había pegado su chulo porque le había llevado menos dinero del que esperaba. Nunca volví a verle la dentadura completa. Se pasaba algunas tardes, emperifollada como de costumbre, con sus medias negras y luciendo las espléndidas piernas de bailarina que le habían tocado en suerte, pero con esos ojos antiguos y esa boca destrozada, ese vacío nuclear que me hacía recordar que, con todo, a pesar de la miseria que había en mi vida, en aquel trabajo horrible, en ese antro sórdido donde conocí lo peor del ser humano, Maite y las otras chicas que bebían para narcotizar su dolor, que querían a sus perros feúchos como a hijos, que aporreaban la mesa con el puño si el número que faltaba no les salía y se iban con el viejo que se les había sentado en la mesa para volver a la media hora con dos mil pesetas más, habían perdido muchas más cosas que yo por el camino.
Patricia Esteban Erlés.
(Foto de Tiny, la niña prostituta y yonki a la que quiso ayudar la fotógrafa Mary Ellen Mark)

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