
Presentada con polémica y buena crítica me dispuse a ver, en formato maratón, la serie recién estrenada en Netflix, Skay Rojo. Creada por los mismos que Casa de papel, Alex Pina y Esther Martínez Lobato cosa que servía de aval.
La plasticidad colorista de la serie hipnotiza al momento, desde el vestuario milagroso de las protagonistas –luego explico lo de milagroso- al decorado del club Las Novias, donde está el origen de la trama, sin obviar las áridas tierras del Sur de Tenerife que nos recuerdan los fílmicos desiertos de Arizona…
La trama se basa en la huida salvaje de tres prostitutas por las carreteras de un lugar desértico con la locura que conlleva cada nueva aventura vivida por las chicas. Tanto que nos agudizan la nostalgia de unas modernas Thelma y Louise (marcando diferencias insalvables, claro) Lo de vestuario milagroso de las tres chicas huidas que antes mencionaba, es porque durante los ocho episodios de solo de veinticinco minutos con acción trepidante, en los que pasan fuegos, carreras terroríficas, barro, palizas y violaciones, oigan, no se les descompone un volante ni un tacón. Se dan una magnífica ducha en la gasolinera que encuentran a su paso y poco después, en el siguiente plano ¡voilá! aparecen peinadas y planchadas como si salieran del salón de belleza más lujoso. Y con la ropa como nueva…
No, no es un blanqueo de la prostitución. Al contrario, me parece una muestra militante de abolicionismo en toda regla. Incluso con soflamas incluidas, como la conversación que mantienen dos de los protagonistas más insulsos, Miguel Ángel Silvestre (que cada día está más macizo que quieren que les diga) y Verónica Sánchez, donde él contrapone a la prostitución una defensa del anticapitalismo fatalista que ella le desmonta mostrando con su propia vida la degradación que sume eso que llaman la profesión más vieja del mundo. Que no es profesión pero si es vieja la degradación que supone utilizar el cuerpo femenino como vertedero de pulsiones masculinas.
Y es que ver lo que es por dentro un puticlub de lujo es una experiencia demoledora. Un recinto donde aparcan los tíos sus aburridas vidas, comprando por cien euros fantasías y poder, memorables parafilias de humillación que de verlas en su desnuda verdad producen nausea con tan solo mostrar la cámara las caras inertes de las chicas. Inertes porque para soportar catorce o quince tipos al día en fornicio diverso, hay que tener capacidad de evasión, de no ser así, no sería posible el aguante, el asco y la desdicha.
A la actriz nombrada, Verónica Sánchez se unen la fantástica y tierna cubana, Yani Pardo y la tajante argentina Lali Expósito. Asier Etxeandia es, como siempre, lo mejor del plantel dando verosimilitud a un personaje que linda de forma constante con la excentricidad, trapicheando entre la abyección y el sarcasmo . Es muy grande Asier, da igual el papel que le toque, él lo engrandece siempre. Completamos el plantel protagonista con un perfecto Enric Anquer, que tiene un papel que borda, a mi criterio, de toxico hermano que nunca llega a estar a la altura en su constante comparación con el bello Silvestre.
La serie se deja ver. Entretiene porque es una vorágine de color, acción y caras guapas…Pero si pretendió ser aliada feminista le sobraba un vestuario poco real…Las chicas perfectamente maquilladas y con sus manicuras impolutas, saltando, corriendo por el desierto con tacones de quince centímetros que pierden pero regresan en la secuencia siguiente, nos parece poco creíble.
Quizá, a pesar de las obviedades, la parte positiva es que consigue que nos planteemos la prostitución como la lacra del siglo, similar a la esclavitud que pervierte vidas y personas como aceite que inunda y pringa lo que toca.
Y no. No hay prostitución libre. No, jamás será un trabajo ser humillada por tipos que pagan por carne, pocas o ninguna vez a la prostituta, sino al proxeneta de turno que es quien recoge las ganancias. Ellas solo ponen el cuerpo. El triste cuerpo que es vejado sin remedio sin posibilidad de redención, como nos demuestra la escena, quizá más dura de la serie, de la violación en un baño, cuando un antiguo cliente reclama un servicio. Le responde la joven que ya no es puta, pero él demuestra que es una cadena que no se suelta. Paga, por lo que no se considera violación. Paga aunque no quiera, aunque diga que no. De esa forma la demuestra que se es puta siempre. Porque ellos lo dicen y el patriarcado lo confirma.
Si la ven, intenten mirarla con ojos combativos. Se deja ver y deja poso.
María Toca Cañedo©
Me parece eso de la «redencion» un concepto muy moralista.Como eso de «pagar por carne» que significa mucho prejuicio.
Pagar por disfrutar de un sexo que de otra forma no sería…Puede que a usted los conceptos la resulten prejuiciosos, está en su derecho, pero que quiere que le diga…Primero, puedo y debo tener licencias literarias como «pagar por carne» para usted puede ser prejuicio, para ellas es algo tan real que les duele.