Me cuesta abrir los ojos algunas mañanas, sobre todo cuando la noche anterior he vuelto a casa con los zapatos mojados por la lluvia y me he dormido pensando que ya nunca parará de jarrear.
Me enternece la señora mayor peinada con moño que cuando salgo a pasear a los perros ya ha limpiado los patios de enfrente y baldea el agua con lejía en la acera. Nadie puede verla a esas horas, pero ella hace bien las cosas para sí misma.
Me gusta que Morgana mueva el rabo indefinidamente mientras caminamos, como si tratara de convencerme de que cualquier momento es bueno para celebrar algo.
Me resucita ese primer café que me recuerda siempre que todo irá a mejor después del primer sorbo.
Me río en el viaje de ida, para conjurar los imprevistos aciagos con conversaciones hilarantes en buena compañía.
Me detengo a mirar todos los cielos que puedo y los archivo mentalmente porque creo que merecen un catálogo titulado así, justamente, «Todos los cielos que me pertenecieron».
Me gusta llegar la primera, abrir las ventanas, mirar la pizarra vacía, esperarlos.
Me fascina el talento deslumbrante, la inteligencia en estado puro, cuando te la encuentras en un rincón de una clase cualquiera, en los ojos de ese chico que delatan discretamente el brillo de un cerebro que es feliz pensando. Esa chica que por fin se atreve a leer sus textos y que un día, lo sé, escribirá, y así lo espero, por nuestro bien.
Me emociona el esfuerzo de quienes deben juntar todas sus fuerzas, su ambición, su curiosidad, sus anhelos, para seguir adelante. A esas personas les confiaría el mundo, en ellas creo por encima de todo.
Me enferma el sonido del timbre carcelario que nos recuerda a cada paso que en cierta forma somos presos de un mundo enfermo de segundero y hace que me pregunte si es necesario ese ruido espantoso para medir con propiedad nuestro memento mori.
Me chifla la tostada con aceite y tomate, masticar lentamente porque estoy muerta de hambre. Sentir que gracias a ese trocito de pan no le he mordido aún el brazo a alguien.
Me enervan los profesores que pasean fotocopias amarillentas, los que presumen de no aprenderse nunca los nombres de sus alumnos, porque son flor de un curso.
Me asomo a algunas casas a través de una mirada triste, de un silencio persistente, de un dolor de gotera que percibes a veces en un aula, en una de esas niñas que han aprendido a guardar secretos, a esconder miedos en avanzado estado de descomposición.
Me llena de fe al recitar «Palabras para Julia», cuando ella se gira hacia su amiga y la consuela con un verso y la anima a no dejarse vencer por ese aullido interminable, interminable.
Me consuela que ellos se enamoren de Lorca, tantos años después de mi fugaz paso por un instituto del que salí por la puerta trasera, con sus poemas como único equipaje imprescindible, tantos años después de la fosa llena de huesos donde pensaron, infelices y malvados, que acabaríamos olvidándolo.
Patricia Esteban Erlés.
Muy bonito texto, echa uno a volar su imaginación
Estoy dd acuerdo