
Cuando hablamos de procesos constituyentes en el momento actual no podemos olvidarnos del feminismo como uno de los actores políticos fundamentales sin el cual no se va a poder definir ningún marco de convivencia en el futuro, sin el cual ya no es posible entender la noción de ciudadanía.
Porque en un momento en el que el régimen neoliberal está vaciando de contenido la noción de ciudadanía tal como se ha construido en los países occidentales desde el siglo XVIII, es decir, vinculada a ciertos derechos sociales que se entendían como base de la democracia política, tenemos que ser capaces de reconstruir dicho estatus superando las exclusiones sobre las que nació. Porque la ciudadanía, tal y como la hemos entendido hasta el momento, ha sido siempre masculina como el feminismo ha explicado y demostrado hasta la saciedad.
Fue Carole Pateman quien en 1988 publica un libro fundamental para el feminismo, Contrato sexual, en el que demuestra como el contrato original (metafórico) que es la base de las constituciones surgidas en el siglo XVIII tiene tres dimensiones básicas: el contrato social (el que conocemos como la base del contractualismo constitucional), el contrato racial y el contrato sexual. Estas tres dimensiones, las dos últimas invisibilizadas, conforman lo que ella llama el “contrato de dominación” consagrado enseguida por el constitucionalismo hegemónico que desde ese momento sienta las bases de la dominación colonial y de la dominación sexual sobre las que se levantará la democracia liberal.
La historia del constitucionalismo demuestra que los teóricos cuyas tesis se impusieron (Hobbes, Locke, Bodino y sobre todo Rousseau) excluyeron de las primeras constituciones a las mujeres. Así, fue posible que mientras los primeros revolucionarios se nombraban a sí mismos como libres e iguales, nombraban (heterodesignaban en terminología de Amelia Valcarcel) a las mujeres como subordinadas sin derechos. Las mujeres participaron activamente en la Revolución francesa, en los Cuadernos de Quejas, en la Marcha a Versalles, en la fundación de clubs de mujeres republicanas; por la calle, los hombres y las mujeres se saludaban como “ciudadano y ciudadana”, pero pronto ellas se habrían de dar cuenta de que la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano las excluía precisamente de aquello que se proclamaba como universal: los derechos, la igualdad, la ciudadanía.
Y no se puede aducir que esta exclusión fuera un producto esperable de la época, que por entonces resultara impensable que las mujeres entraran en el Parlamento constituyente. Por el contrario, la exclusión no fue pacífica y hubo resistencia, tanto de las propias mujeres como de algunos varones que comprendieron la paradoja de esa falsa universalidad de los derechos que estaban proclamando. El Marqués de Condorcet, por ejemplo, llevó al parlamento jacobino dos peticiones: el derecho de las niñas a recibir una educación igualitaria y el derecho de ciudadanía para las mujeres; las dos fueron rechazadas. Es decir, se excluyó a las mujeres de la naciente ciudadanía porque así lo decidieron los revolucionarios.



Las mujeres se organizaron, se nombraron a sí mismas como el tercer estado del tercer estado y reclamaron sus derechos. Olimpe de Gouges https://www.lapajareramagazine.com/olympe-de-gouges redactó la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana y esto le costó la cabeza. Y a partir de ese momento los revolucionarios desataron una ofensiva para justificar ideológicamente que cuando decían igualdad, libertad o derechos…se referían únicamente a la mitad de la población; que cuando decían “derechos universales” eran derechos de sólo esa mitad a la que el androcentrismo permite identificar con la humanidad al completo. La contraofensiva ideológica, fuertemente patriarcal, que siguió a la revolución francesa y a las aspiraciones de las mujeres dio lugar al modelo de mujer que los revolucionarios consideraron adecuado para el nuevo tiempo, la Sofía de Rousseau, la mujer-madre cuyo único objetivo en la vida sería agradar a los hombres y criar a sus hijos. Algo similar ocurrió al otro lado del Atlántico, en la Constitución de los EE.UU en la que además del contrato sexual existe un claro y explícito contrato racial, ese del que hablaba Pateman. Pero en 1848, en Seneca Falls, las mujeres feministas, firman una declaración que contesta a la Constitución de 1776 a la manera en que la Declaración de la Mujer y la Ciudadana redactada por Olimpe de Gouges contestaba a la Declaración del Hombre y el Ciudadano, y que fue el germen del sufragismo norteamericano y de la Primera Ola del Movimiento Feminista en los EE.UU.
Desde esos orígenes, dos siglos después y en una situación que pareciera completamente diferente, la
Y esta revisión debería partir de lo que a estas alturas debería ser un presupuesto incuestionable: la incorporación de las mujeres, con reconocimiento y autoridad, como poder constituyente. Se trata de que se nos reconozca como sujeto político con poder para redefinir tanto el antiguo contrato sexual, lo que Celia Amorós llamó “pactos juramentados entre varones”, como el nuevo pacto social. El feminismo ha puesto en evidencia repetidamente la falacia de un discurso que pretende la neutralidad y abstracción en la construcción del sujeto. La historia del constitucionalismo es también la historia de unos sujetos que se (auto)declaran autónomos y con derechos frente a otros que son heterónomos y a los que se conceden, y en este último grupo siempre han estado las mujeres. El reconocimiento de las mujeres como sujetos políticos con plena autonomía para autonombrarse y gobernarse es un requisito fundamental de cualquier intento constituyente y significa que cualquier proyecto en este sentido tiene que contar con las aportaciones del feminismo organizado como un actor fundamental. Hay ejemplos de sobra. En
Yendo a lo concreto, una nueva constitución tendría que estar redactada en lenguaje inclusivo y contar con perspectiva de género en todo su articulado, y eso significa que reconocería la necesidad de que todas las políticas públicas incorporen dicha perspectiva; eso significa también reconocer las desigualdades estructurales en cualquier ámbito de la realidad social, pero especialmente en el mercado laboral, y las consecuencias que dicha desigualdad tiene para las mujeres. Algunas cuestiones básicas deberían estar reseñadas explícitamente en forma de derechos subjetivos como, por ejemplo, el reconocimiento constitucional del derecho a igual remuneración entre mujeres y hombres por igual trabajo realizado. Por lo mismo, la constitución tiene que incorporar la idea de que la ciudadanía está compuesta a mitad entre hombres y mujeres y que esto tiene que tener un reflejo en las instituciones políticas y sociales. Nosotras somos también la humanidad completa y no somos un grupo particular, por lo que es necesario que se reconozca como un principio constitucional la paridad en las instituciones políticas.
Pero, más allá de los derechos concretos lo que es muy importante es propiciar, desde los derechos constitucionales, un cambio de modelo social que es, en definitiva, lo que también pretende, y ofrece, el feminismo. Para ello es imprescindible trabajar para modificar la división sexual del trabajo reconociendo el derecho (y la obligación) a la corresponsabilidad en las obligaciones familiares. Esto pasaría por reconocer la función social de la reproducción humana y el interés público que reviste. Y pasa también, de manera ineludible,por reconocer el derecho subjetivo que toda persona tiene a ser cuidada, desde su nacimiento hasta su muerte. El Estado tiene la obligación de proveer los medios que lo posibiliten sin olvidarse de garantizar que cuando este cuidado sea en el ámbito privado debe hacerse en condiciones de igualdad entre mujeres y hombres.
Beatriz Gimeno
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